jueves, 29 de octubre de 2015

No vale molinete

Jugadores de madera o de plástico y está bien que lo sean. Con escaso movimiento y en espacios reducidos, similares a una mesa. Esto no es solo fútbol, es fútbol de mesa. Crónica de la Selección Argentina de Metegol y su desempeño en el último Mundial.

Por Julián Abate 



En el ingreso al predio, un cartel señala la Federazione Italiana Calcio Balilla. Un micro ploteado de negro, blanco y amarillo ingresa con el equipo alemán. Los austríacos trotan alrededor de una pista. Un pequeño grupo de diez jugadores se asoma con timidez: la vestimenta los distingue entre la multitud del campo de juego. Remeras negras con la insignia “Selección Argentina” en sus espaldas y las Malvinas en el pecho. Joggins y camperas de un azul intimidante de la marca de la pipa. Capucha, auriculares, termo bajo el brazo.

Por los parlantes, una voz los invita al escenario. Forman una hilera. Se abrazan. No es momento de sonrisas. Es tiempo de seriedad, como lo indican sus rostros. Segundos más tarde resuenan algunos acordes conocidos.

Oid mortales el grito sagraaaaado – cantan con cierta molestia en la garganta.

Los claros en las gradas marcan que es un día laborable en la ciudad de Torino. Todos llevan guantes aunque no precisamente por las reminiscencias invernales del viejo continente. El cronograma indica que están a poco más de un cuarto de hora del debut. En un rincón, uno toma la palabra y se encarga de la última arenga.

— ¡VAMOS ARGENTINA! – se oye desde algún lugar del cilíndrico megaestadio.
La moneda de un euro cae del lado del número. La Argentina arranca con el pie derecho. Eligen el saque. En frente, Portugal.
—Listo
—Pronto

El Mundial está en marcha.


***

El resto de la historia estará publicada en un libro de Marea Editorial. ya que fue uno de los diez ganadores de Latinoamérica del Segundo Premio de Crónica FTEM para Estudiantes de Periodismo


http://fundaciontem.org/conoce-a-los-diez-ganadores-del-segundo-premio-de-cronica-ftem-para-estudiantes-de-periodismo/

Un día en el Mercado Central

Un recorrido desde que sale el sol hasta que se esconde por el bajo mundo del  gigante verde, donde tanto la venta frutihortícola como la corrupción forman una ensalada donde todos -políticos, delegados, changarines, camioneros y puesteros- quieren imponer su propio condimento.

Por Agustin Corvaro



Son las seis de la mañana. El sol,  perezoso como siempre, todavía no se digna a salir. Claro, nadie se asomaría afuera de su cama si sintiera ese viento gélido que puede congelar hasta el más ardiente espíritu trabajador. Pero ahí está él, Juan Carlos, listo para partir hacia la aventura que le espera en ese gigante verdiblanco.

El camino de ida de por si es demasiado tortuoso. Cincuenta minutos interminables. El viaje, plagado de rutas maltrechas, trapitos, y largas colas de camiones es el desayuno obligado para todo aquel que quiera llegar a destino. El viejo Juan Carlos no puede creer semejante mala suerte. Tras frenar por enésima vez por la ruta 3, a la altura de Don Bosco, partido de La Matanza, para no llevarse puesto a un peatón que cruza en verde,  toca sin cesar la bocina de su vieja Ford F-100 y reza al aire:

—Pero la puta madre, que pudrición. ¡¡Daleeeee hijo de puta que me como el semáforo!!

Un tramo de treinta kilómetros, tres veces por semana. De Merlo a La Matanza. De La Matanza a Merlo. Nadie lo culpa al pobre Juan -un hombre de 62 años, bigote blanco a lo Don Ramón, obeso y con una diabetes a cuestas- por desquiciarse tanto. Todo sea por sus hijas. Todo por mejorar. Todo por prosperar en esta vida tan ingrata con los que menos tienen.

Ya se lo vislumbra. A pocas cuadras por la colectora de la autopista Ricchieri, asoma ese gran exponente argentino, donde se puede conseguir las mejores frutas y verduras al mejor precio. La bienvenida es imponente: un cartel azul y blanco atraviesa toda la entrada al predio con letras blancas que dicen

MERCADO CENTRAL DE BUENOS AIRES

Los escudos de las 23 provincias acompañan la señalética. Debajo están las cabinas del peaje y las garitas de seguridad que ya no cumplen su función. Por las explanadas de costado, una fila interminable de gente cruza a pie. Nadie controla nada. Ahora ya solo queda la humedad y los vidrios rotos.

Frutas, hortalizas, artículos para el hogar, ropa. Cientos de camiones y autos recorren a gran velocidad las calles internas, que dan a las veinte manzanas, para encontrar lugar para estacionar. Mientras las personas que entraron a pie se dispersan como hormigas.

Después de media hora de buscar un lugar para estacionar, Juan logra aparcar su camioneta en la nave doce, nombre técnico al que se le conoce a esos enormes galpones donde cientos de puesteros y changarines realizan su trajín diario de vender la mercadería, con el único fin de encontrar lo más fresco y rico que se pueda desear en una verdulería.

Las naves del mercado están enfrentadas entre sí, por lo que la descarga de los camiones junto con los autos que llegan sin parar en busca de ser los primeros en llevarse la mejor parte, convierten esas pocas manzanas en una carrera de obstáculos: multitudes de gente empujándose una a la otra, recorriendo los puestos, mientras esquivan a los vehículos y a los changarines.

Juan antes de empezar su recorrido llama a su changa personal, Daniel, quien en cuestión de minutos llega con su carro, dispuesto a seguirlo donde se lo pida. Hombre de mediana edad, baja estatura, piel morena y mirada perdida por su miopía, va y viene de forma constante, cargado con pilas de cajones apilados de tal manera que pareciera un juego de tetris.

—Vio cómo es esto Juan Carlos, acá hay que ser rápido sino no servís— reflexiona mientras descargaba en la camioneta más de 20 bolsas de papas.

Laburar de changa no es para cualquiera: el trabajo de los jornaleros o peones sin patrón nunca estuvo regulado ni amparado por ningún contrato, sino que sobreviven de la buena voluntad de quien los emplea. Aunque eso no les impide robar parte de la mercadería en el primer descuido, un hábito aceptado como parte de las reglas del juego del mercado, donde el más “vivo y despierto” sale ganador.

* * *

El Mercado Central de Buenos Aires fue inaugurado en 1984, en reemplazo del mítico Mercado del Abasto. Ocupa 640 hectáreas y concentra 700 empresas mayoristas que comercializan anualmente más de 1.400.000 toneladas de especies frutihortícolas, lo que lo convierte en el principal proveedor de frutas y hortalizas de la Región Metropolitana Buenos Aires, abasteciendo a más de 10 millones de personas.

No hay negociante-sea mayorista o minorista- que no vaya al mercado en busca de la papa más grande, del tomate más rojo o la lechuga más fresca. O al menos así lo ve Edgardo, hombre de unos cincuenta años largos, de contextura pequeña pero morruda y fuerte como un camionero, puestero con más historia que el central mismo, que conoce todo lo que hay que saber para sobrevivir en el negocio.

—Hace más de treinta años que laburo de puestero. Nunca fue fácil, hay que estar pendiente de todo. De los changas que te roban los cajones vacíos o los bultos, de los chorros que te abren el camión cuando estás atendiendo o de los mismos empleados que sobrefacturan la mercadería. Pero jamás me dedicaría a otra cosa. Toda la vida el negocio fue así y es lo que uno le toca— le cuenta Edgardo a un cliente, mientras Juan Carlos se acercadesde el puesto de enfrente.
— ¡¡¡Ehhh Roque!!! ¿Qué haces? ¿A cuánto andás vendiendo la banana? Necesito 5 cajas de Ecuador. ¡¡¡Buena, buenísima!!!
— ¿Quién es Roque? ¡¡¡Deja de cambiarme el nombre a cada rato gordo porque te la cobro 350 la caja!!!— se ríe Edgardo de forma pícara.

Después de quince minutos de amena charla, Juan Carlos parte junto con Daniel con el pedido hecho, empezando a ponerse impaciente porque aún le faltan muchas cosas por llevar.

* * *

Son las once de la mañana. El sol creció mucho afuera. Lejos del si­lencioso recuadro de la cafetería —donde acechan sándwiches poderosos y medialunas frescas— un grupo de gente se abalan­za, dispuesto a la pelea, sobre pilas y pilas de lechuga que aca­ban de tirar. Algunos lo hacen para llevar algo que comer a la casa. Otros, más ambiciosos, para ponerlos en bandejitas y venderlos como verduritas en ensalada, algo práctico para aquellos apurados por el trabajo y el deseo de comer sano.
En ese escenario de aparente calma, los bombos comienzan a escucharse a lo lejos. Pero el ruidoso estruendo no viene de la calle, de una nave o de algún  puesto en particular, sino del Centro Administrativo: un edificio imponente, de más de cinco pisos de alto con un subsuelo y un gran anfiteatro incluido en el primer piso, sede de grandes eventos y conferencias.

Una protesta feroz por parte de sus propios trabajadores, la junta de delegados de la ATE (Asociación de Trabajadores del Estado) copan la escena. Al unisonó cantan…

—¡¡¡Devuelvan la plataaa, hijos de putaaa!!! ¡¡¡Devuelvan la plata, hijos de putaaaa!!!
Mientras el coro sigue con la batucada, otros se dispersan a lo largo del hall de espera, trepando las paredes, buscando desactivar las cámaras que los filman, al mismo tiempo que piden a todos los que pasan con celular en mano que no graben la situación por ser un asunto interno del mercado.

Cualquiera podría pensar que es el típico grupo de choque que mediante el apriete y el uso indiscriminado de la fuerza busca imponer su voluntad. Pero hay algo más aquí.

En los despachos de los trabajadores de la ATE, el deseo de reivindicación y rendición de cuentas es un anhelo constante en sus reclamos. Uno de sus principales voceros, Víctor Romero, hombre alto entrado en los 50, con un pelo blanco, largo y suave como la seda, con una mirada cansina pero firme bajo su campera naranja como orgulloso representante de los delegados,  cuenta a viva voz lo que muchos callan:

Hace varios años que los trabajadores del mercado central vienen denunciando  vaciamiento de fondos. Infraestructura, seguridad, higiene. Todo en manos de cooperativas y empresas amigas de políticos de turno, quienes manejan los hilos del mercado sin regulación ni control alguno, lo único de lo que se preocupan es en hacer negocio para ellos y no se preocupan del mercado. Está en un abandono total. Naves quemadas, calles rotas, espacios que se han ocupado y no se sabe dónde va el dinero de esa ocupación. Pasamos de ser un mercado modelo en Latinoamérica, a un mercado de basura, donde la dirección vive mirando hacia otro lado.

El mercado fue históricamente administrado tanto por el Gobierno Nacional y Provincial, como por la Ciudad de Buenos Aires, pero para Víctor desde la llegada del ahora ex secretario de Comercio Interior, Guillermo Moreno, todo empeoro aún más.

—Éramos un ente tripartito, pero de la nada llegó Moreno, allá por el 2007 creo, y pasamos a pertenecerle porque nadie tenía más bolas que él, no había discusión -afirma con su voz cansina, llena de impotencia.

A la derecha de Víctor se encuentra su fiel amigo Alberto Fucchi, compañero de causa desde sus inicios en el mercado hace ya más de diez años. De contextura alta y delgada, con su gran bigote negro mostacho y sus sesenta años a cuestas, solo se atiene a afirmar con vehemencia todo lo que su colega denuncia:

—Nosotros tenemos treinta años en el mercado, y podemos decir con seguridad que el mismísimo culpable de cómo está todo es el presidente Martínez, secundado por su secretario, el monje negro Cosentino. Hubo gestiones malas, pero esta gestión llevada a cabo por los kirchneristas se han ganado todos los laureles.

Con la llegada de Cristina Kirchner al poder en el 2007, el mercado central pasó a manos del ahora presidente Gerardo Martínez, ex funcionario menemista durante los años noventa, a quien los allegados lo conocían como “el chofer de Menem”.

—¡¡¡Ni llegaba a chofer, era el asfalto!!! -denuncia Alberto con una sonrisa pícara.

* * *

Después de más de tres horas de recorrer las naves y pelear con los puesteros por pequeñas rebajas, Juan Carlos ya está listo para partir. Tiene que ir a Merlo y de ahí al campo, a la linda pero pequeña ciudad de Saladillo, donde le esperan sus clientes. Al subir a la Ford, siente que algo no anda bien. No sabe qué.

De todas maneras, la prisa y el darse cuenta que ya es el mediodía, lo hace olvidar la preocupación e inicia su camino de regreso. Al llegar y cerrar el portón de su casa, recuerda que tiene que tomar su medicación para la diabetes, la cual está dentro de un bolso con los documentos. Pero al buscarlo frenéticamente durante quince minutos, le vuelve aquel sentimiento que lo alerta desde que se subió a su camioneta: no tiene ni el bolso, menos los medicamentos: le habían robado.

—¡¡¡PERO LA RE PUTA MADRE!!! ¡DIOS! ¿En qué momento? ¿Ahora qué hago? ¿¡¡¡QUE HAGOOO!!!? — grita con desesperación, al ver cómo horas de trabajo y sacrificio se habían esfumado en tan solo un segundo de descuido.

Sin pensarlo dos veces, sube rápidamente a su Ford y en compañía de su mejor amigo, quien solo había hacerle una pequeña visita, salen disparados y pegan la vuelta al mercado. Al volver a la ruta, le pide a su amigo que maneje él. Sus nervios son tales que a duras penas puede hilar dos palabras sin ahogarse de la bronca y la impotencia.

Ya son las tres de la tarde cuando por fin logra llegar nuevamente al mercado. Apenas ingresa por el peaje, Juan nota que el panorama es bastante diferente al que se había encontrado horas atrás: las naves cerradas, los estacionamientos vacíos, la gente que antes poco más hacia fila para entrar ya no estaba. Literalmente, el mercado parecía estar de luto.

—Por favor Chapu, ayúdame a buscar entre los conteiner, capaz con suerte recupero los documentos— le pide desesperado a su amigo que, sin escucharlo dos voces, se vaa recorrer cuadras enteras en búsqueda de lo que parecía ser una aguja en un pajar de más de 600 hectáreas.

El panorama que se encontraron no podía ser más desolador: montañas enormes de basura a lo largo y ancho de todas las calles internas, repletas de papeles y restos de comida, como si un huracán se hubiera llevado todo a su paso. Las únicas personas que caminan por aquí son indigentes que al calor de un fuego se calientan las manos y comparten las sobras que encuentran en el piso.

Tanto gendarmería como la agencia de seguridad privada, que horas atrás paseaban por la zona, ahora brillan por su ausencia. Solo quedan los policías de la comisaria que está cerca de la entrada, donde después de horas de búsqueda tanto Juan como su amigo deciden ir a hacer la denuncia.

—Que pudrición Dios mío. No se puede prosperar en este país de mierda, cómo mierda hago para ir laburar ahora que no tengo papeles, que alguien me explique -pregunta en voz alta, mientras espera junto con el Chapu que un policía tome su denuncia.

—No te preocupes Juansito, no te pongas así. Sigamos buscando un poco más. Mientras haya sol capaz encontramos algo— le responde dándole nuevas esperanzas.

Ni bien término de decir esa frase, al oficial se le escapa una pequeña risa que termina por sacar de sus casillas al viejo Juan Carlos.

—Mozo, ¿me puede decir qué es tan gracioso? Así nos reímos todos.
—No, no. Disculpe señor, no lo pude evitar. Es que si fuera usted volvería antes de que baje el sol. Ni se le ocurra quedarse de noche. Vaya a su casa y vuelva mañana. Le avisamos si encontramos algo— le suplica.
— ¿Y cuál es el problema si me quedo? ¿Qué más me podría pasar de lo que ya pase?— le pregunta Juan, ya resignado con su destino.

El oficial prefirió no contestarle.

Tanto Víctor como sus compañeros delegados cuentan que hay "dos mercados". Uno, el que funciona de día, y otro, muy diferente, el que opera apenas baja el sol, hasta la mañana del día siguiente. Hace años que changarines, camioneros y puesteros vienen contando lo mismo: de noche, el mercado parece convertirse en tierra de nadie, donde reina la delincuencia, las drogas y la prostitución. Inclusive en 2002, llegó la primera denuncia ante la Justicia, realizada por Sergio Bugallo, Rodolfo Carabelo y Ricardo Vago, entonces nuevos directores del mercado, sobre que había habido abusos sexuales a menores en zonas específicas del mercado, conocidas en la jerga del lugar como “catacumbas”. Hoy, aquellos directores no están más en la corporación y las autoridades niegan los hechos.  

El viejo Juan Carlos, luego de terminar con su trámite en la comisaría, se sube a su vieja Ford con el único consuelo de volver al calor de su hogar, al de su familia, sus hijas. Todo sea por dejar pasar la impotencia de no haber podido recuperar lo suyo.
Mañana será un día nuevo y deberá volver. Eso es algo que siempre tuvo bien en claro: no importa cuán mal estén las cosas, hay que levantarse y barajar de nuevo.





Juan Carlos de América

No es Roberto Sánchez, pero sí es Sandro. Hace 50 años que Juan Carlos Andrizzi intenta vivir en la piel de otro, en la de su ídolo máximo: El Gitano. De vendedor de garrapiñadas en Lanús a uno de los dobles más reconocidos del cantautor.

Por Fabián Calabró



Y ahí estaba él, en el Teatro Flores. En el mismo lugar donde suelen tocar bandas de la escena local e internacional. Esta vez era su turno. Con unas patillas prominentes a lo San Martín, un jopo con sobredosis de fijador, unos anillos exuberantes que ocupan todos sus dedos, un moño rojo y un saco del mismo color que perteneció al recordado Roberto Sánchez.

Ahora yo soy Sandro  -aclara Juan Carlos al micrófono, como si hiciera falta.

El ambiente se oscurece, suenan los primeros acordes y el público se compenetra. Menea la pelvis con una sensualidad que ya se pasó de su fecha de vencimiento. Con la mano izquierda sostiene el micrófono, mientras con la derecha arranca a frotarse su pierna en una acción frenética.

Luego, le sumará el famoso gesto de Sandro: su movimiento con el brazo temblando que subirá hasta taparse la cara.

Solo en el escenario. Él frente a la multitud que no pagó para ver su show, sino por ser parte de esta “Bizarren Fest”, una fiesta de disfraces que incluye un repertorio de famosos olvidados en el tiempo.

 Rosa, Rosa, la maravillosa… -empieza a cantar.

Globos, papeles y un juego de luces lo transforman en él.

Está en el centro de la escena. Es la figura.

Durante este rato, Juan Carlos Andrizzi es Sandro y todos se lo van a creer.

* * *
Juan Carlos Andrizzi, alias “Pinta”, como lo habían apodado debido a su impecable estilo para vestirse, hoy tiene 73 años y hace casi 50 que intenta vivir en la piel de otro, en la de su ídolo máximo: Roberto Sánchez, más conocido como Sandro.

Sandro, alias “El Gitano”, fue una especie de rockstar originario de la música popular argentina ya que, además de sus facetas de cantante y actor, fue uno de los propietarios de “La cueva”, lugar emblemático donde se comenzaron a forjar los cimientos de este estilo musical. Por allí, frecuentaban artistas de la talla de Lito Nebbia, Moris y Tanguito, entre otros.

Roberto Sánchez, tal como figuraba en su DNI,  fue de los primeros en animarse a cantar rock en español, algo impensado hasta el momento –en 1965 fue el debut de su banda “Los del fuego” en el programa “Sábados Circulares”-. Hoy es posible encontrar esquirlas de su obra en distintos trabajos musicales y en gran variedad de artistas disímiles entre sí.

“El Gitano” grabó 52 discos y fue protagonista de 16 películas.
“Pinta” conoció a su referente el 18 octubre de 1967 en el “1er Festival Buenos Aires de la Canción”. El ídolo se acababa de coronar con el tema Quiero llenarme de ti.

 Algo me iluminó. Yo lo escuchaba cantar a él y lloraba. Me conmovió tanto que tuve que decirle: Maestro, quiero ser como usted –contará años más tarde.

Desde entonces, entabló una relación de amistad con su espejo a seguir. Él tenía 25 años y Sandro, 22. En 1970, compartieron el set de filmación de la película Muchacho donde Sánchez era el protagonista y Andrizzi uno de los extras utilizados durante el rodaje. Su imagen aparece durante tres segundos en pantalla.

En esas jornadas de rodaje, Juan Carlos obtuvo el trabajo que lo marcaría de por vida: ser Sandro. Con su escaso metro sesenta y su aspecto retacón, actuó de señuelo para despistar a las fanáticas que atosigaban al ídolo popular.

 Después de haberlo reemplazado, me llevó a comer con él a La Boca, a la cantina Spadavecchia. Ahí el dueño quería que canté él pero, al final, me mandó a mí al escenario. 30 años me mantuve haciendo shows ahí en la zona -revelará orgulloso.

* * *

Juan Carlos se crio en el conurbano bonaerense, al igual que su ídolo oriundo de Valentín Alsina. Andrizzi jugaba en las inferiores de Los Andes, en el club de su barrio, Lomas de Zamora. Pero no se sentía realizado. Su sueño no era lucir una camiseta roja y blanca sino vestirse como “el Gitano”.

A principios de los años 60, en el andén de la estación de Lanús del Tren Roca, había formaciones que partían, otras que llegaban y un mar de gente que buscaba lugar en las viejas máquinas. Durante muchos años, hubo un hombre con saco y moño, listo para trabajar. Pero él no viajaba, sino que vendía garrapiñadas, pochoclos y otras minucias para pasar el rato.

Chistes, canciones y su estilo particular de vestimenta lo fueron convirtiendo en un personaje clásico de la zona sur. Sabía que debía llamar la atención para empezar a hacerse notar.

Luego de varios años, Juan Carlos pudo vivir de su pasión: cantar. No es un virtuoso, ni mucho menos. Sus shows son un canto al esmero. El apoyo del mismo Sandro fue fundamental ya que le regaló diversos objetos y atuendos utilizados en shows anteriores. Así se hizo propietario de un célebre saco rojo, un smoking negro y gran cantidad de anillos, entre otras cosas, y se mudó a San Justo. Ya no vivía en penumbras.

* * *

Sus primeros minutos de fama llegaron en los 90, la época de la pizza con champán en Argentina. Una de las caras más famosas de la tv era la conductora Susana Giménez. De lunes a viernes, a las ocho de la noche, el país se paralizaba para ver lo que sucedía en su programa. Fue en ese mismo año que la producción organizó un concurso de imitadores de Sandro, amigo personal de la diva.

Con un smoking rojo sangre, y con un estado físico impecable, Juan Carlos fue pura pasión.

La conductora lucía un vestido negro con brillantes que hacía resaltar su blonda cabellera. Le festejaba todos los clichés y gestos que el imitador dominaba a la perfección.

Cual Messi enfrentando a jugadores amateurs en un picado, Andrizzi se lució entre tantas copias de mala monta. Solo necesitó una muchacha y una guitarra.

 Por decisión del voto telefónico y de la producción, mató el concursante número uuuuno.

La conductora lo proclamó ganador. Juan Carlos pasó de ser un hombre del under a ser coronado en pleno prime time.

* * *

 Desde el Madison Square Garden, en la ciudad de Nueva York, asistiremos al primer recital que, vía satélite, brinda un cantante en el mundo y corresponde a América, el punto de partida en este tipo de espectáculos. Y lo hará brindando la música y las canciones de una las personalidades más importantes y avasallantes de este tiempo. Señoras y señores, con la orquesta dirigida por el maestro argentino Jorge López Ruiz, aquí está el ídolo de América… Sandro.

Con estas palabras lo presentó el gran conductor Cacho Fontana ante la multitud que lo aguardaba aquel 11 de abril de 1970 en el mítico escenario estadounidense.

Efectivamente fue el primer artista latino en lograr presentarse en el Madison Square Garden de la Gran Manzana. Con sus dos shows convocó a más de 50 mil personas.

Ya era una figura resonante en Argentina y en gran parte de América Latina pero con su incursión en el país del norte se recibió de ídolo. An american idol. A lo Elvis.

* * *
De un costado de la plaza San Martín del partido bonaerense de San Justo, partido de La Matanza, venía caminando Juan Carlos, luciendo una impecable camisa roja que llamaba la atención a varios metros de distancia.
Además, cargaba una bolsa grande con el logo de uno de los comercios de la zona, que en su interior traía una serie de artículos periodísticos y fotos de él. No perdía oportunidad de exhibirlas con orgullo, su tesoro más preciado. En todos esos objetos se comprobaba su relación con Roberto Sánchez. 
— El Maestro siempre fue muy generoso con todos. Esto también fue regalo de él- contaba mientras lucía un anillo imponente y seguía revisando su archivo casero. Saludaba a casi todos los que se le cruzaban. No le importaba si lo reconocían, si conocían su historia o si sabían su verdadero nombre. No era necesario. La vida sigue igual.

Juan Carlos sabe que es el Sandro de San Justo.

Noches atrás, en el programa de mayor rating del momento, Showmatch, conducido por Marcelo Tinelli, acababa de bailar el empresario de la carne, Alberto Samid, junto a una exuberante rubia. Allí, el hombre intentó hacer un homenaje a Sandro que no resultó ser del agrado del jurado. Nacha Guevara, artista con inmensa trayectoria en los medios y ex candidata a diputada Nacional, lanzó una acusación que rozó el corazón de Juan Carlos.

 Los imitadores son todos malos, especialmente los de Sandro. Nadie puede ser como él.
Y ahí emergió su figura, a los gritos y al borde de las lágrimas, Andrizzi se hizo notar en el estudio.
La cámara se fue con él.

Su ilusión de ser reconocido estaba al alcance de sus manos. Marcelo Tinelli le estaba dando un lugar en el escenario donde la fama efímera y la llegada a la masividad es el motor de los personajes que se pasean por el estudio de Ideas del Sur.

 Sandro es mi vida -fue la frase que le salió del alma entre sollozos.

El conductor le ofreció pasar del otro lado del mostrador y lo invitó a su diestra. El musicalizador, rápido de reflejos, puso una cortina del “Maestro” y fueron todas cosas maravillosas que le podían regalar.

Con su saco negro, una camisa blanca y un moño rojo que combinaba con su infaltable pañuelo, Juan Carlos dejó su lugar en la tribuna junto a los personajes “bizarros” como el Mago Sin Dientes o un hombre vestido del Papa Francisco y pasó a ser una figura principal.

Al menos por un tiempo.

Se abrazó con Guevara, sellaron una reconciliación, y Tinelli se sacó una foto con él que, en cuestión de minutos, fue replicada por sus millones de seguidores en Twitter. Unos segundos después, Andrizzi se persignó, se acomodó las mangas y sedujo a la cámara.

Arrancó a cantar y, por un ratito, Sandro volvió a vivir.

Esa misma mañana, Juan Carlos había ido hasta Liniers, a la iglesia de San Cayetano, Patrono del Pan y del trabajo, a pedir una ayuda divina.

Había rezado para que esa sea su noche.

* * *

Cuando tenía 11 años, Mabel Armentia quedó fascinada con ese muchacho que conquistaba al público desde la pantalla grande. Un amor a primera vista.

Hoy tiene 57 y es una de los miembros más activos de la fanpage “Sandro de América” en Facebook, la cuenta que nuclea a más de un millón de seguidores esparcidos por todo el mundo.

 Verlo en escena era impresionante. Con un carisma y un ángel que hacía que todo lo demás quedara en segundo plano. Siempre te parecía que estaba cantando para vos. Te hacía sentir que estabas allí y que a él le importaba que estuvieras. Por eso fue el más grande.

Lo que diferenció a Sandro en la escena local fue la relación de eterno enamoramiento con sus seguidoras, sus nenas. Las que lo siguieron desde sus comienzos como rockstar y luego se incrementaron con su rol de baladista romántico.

 Me llamó por teléfono varias veces y nos invitó a tomar café en varias oportunidades. Siempre como fans. Ver a Sandro en escena era maravilloso pero conocer a Roberto Sánchez a mí me hizo quererlo todavía más. Era un tipo encantador, simpático, cálido, amable, un caballero -contó Mabel, haciendo hincapié en esa división de personalidad que el artista manejaba a la perfección.

Él era Sandro en el show. Una vez que volvía a poner los pies sobre la tierra pasaba a ser Roberto Sánchez, el mismo que nunca abandonó sus raíces.

—Juan Carlos Andrizzi es decididamente patético. La verdad es que los imitadores me parecen una manga de chantas que viven de la fama y el talento ajeno. O sea, para mí, Sandro hubo uno solo, los demás son casting. Si no está el original no me voy a conformar con una copia berreta de La Salada -sentenció Armentia, la vecina de Villa Lugano que hizo de su vida un culto permanente a la memoria del Gitano.

* * *

4 de enero de 2010. Una ola de calor azotaba a Buenos Aires . De repente, el país quedó en penumbras.
Lamento comunicar que a las 20.40 hs. El señor Roberto Sánchez dejó de existir, debido a un shock séptico que se complicó por una necrosis intestino-mesentérica y una coagulopatía, rezaba el comunicado oficial.
Sandro ya no estaba en este mundo.

La espera del trasplante cardiopulmonar y la seguidilla de operaciones que había sufrido fueron un combo difícil de resistir para el hombre de 65 años.

Atrás quedaron las vigilias, las cartas, los mensajes, las promesas y las cadenas de oración con esa noticia que venía desde el Hospital Italiano de Mendoza.

Se estima que casi 100 mil personas lo fueron a despedir al Salón de los Pasos Perdidos del Congreso Nacional. Desde el Estado se proclamó un día de duelo.

Juan Carlos estuvo ahí, con un mundo de sensaciones a cuestas, y entonó algunos temas. Siempre con el saco rojo. Su obsequio. Su legado.

—Se había ido el más grande. Fui a acompañarlo y recordarlo con alegría. El tipo que marcó mi vida, le debo tanto -confiará Juan Carlos años más tarde en una plaza de San Justo con una bolsa de plástico llena de recuerdos.

Vestidos como mujeres

Drag Queens en Argentina

No son gays, tampoco travestis. Son hombres, muchos con hijos, a los que les gusta vestirse de mujeres. Juegan a ponerse ropa femenina y pasar horas frente al espejo hasta convertirse en personajes perfectos.
Por Anahí Signorelli
El diminuto y desprolijo cuarto que le habían dado, en nada podría asemejarse a un camarín de estrella, de esos tantos que se ven en las producciones hollywoodenses. Era extremadamente pequeño. De hecho, todo en la provincia de Tucumán lo es. El aire, aún colmado de humo, luchaba por salir por la abertura de la puerta, en cuya pintura roja, rasgada por el tiempo, apenas podía leerse su antiguo rol: 'Depósito'. Sin embargo, y a pesar del encierro que le generaba aquel lugar, le parecía estar viviendo un sueño.

Sobre la pequeña cómoda, frente al espejo, un corcho quemado aún reposaba sobre un viejo cenicero. Había aprendido esa técnica de su mamá, de aquellos tiempos en los que pintaba a su hermanita de negrita mulata para los actos escolares. Cuando decidió que África sería el tema de su show, no dudó en que recurriría a ella. Investigó todo lo que estuvo a su alcance sobre aquel mundo: las vestimentas típicas, sus costumbres, su historia. Quería representar un cuerpo desnudo de una verdadera 'negra africana'.

Cubrió su cuerpo, ahora totalmente negro, de cadenas doradas, de plumas de colores, de brillo, representando el oro, las alhajas y joyas de aquellas sociedades. Imitó el atuendo típico del chamán y supo que nada más haría falta.

Sus dedos, tan finos como delicados, parecían temblar. Sin embargo,  tenían la firmeza justa. Se movían, gráciles, sobre el borde de los ojos, delineándolos. Buscaban la perfección. Más tarde, pintarían sus labios de un rojo intenso.

En un rincón de la habitación, alguien tarareaba una canción indefinible. Por la forma en que lo hacía, bien podía tratarse de un tango, o una moderna melodía del rock. Jem, con quien había compartido una amistad infinita desde que se conocieron, sólo se había limitado a observar y a acompañar en silencio desde aquel rincón. Era una de las tantas que no habían sido seleccionadas para representar a su provincia pero, aún así, había viajado para presenciar el evento.
Toc. Toc.

Se miraron. La puerta se abrió casi al segundo y Jem, entendiendo lo que eso significaba, corrió hacia afuera para posicionarse junto al público, debajo del escenario.

— Ya te toca a vos. Cuando termine este número, te van a anunciar.

Sobre el escenario, se escuchaba a la presentadora:

— La siguiente performance tiene como temática el continente africano. Ella tiene 32 años y representa a la provincia de Córdoba, según dice, por última vez… Recibamos con un aplauso a Kanelha.

La música comenzó y cada parte del show salió a la perfección. Cuando terminó, el público presente estalló en aplausos. Estaba claro que sería de las favoritas para la corona.

Casi tres horas después, el lugar seguía lleno de gente. El escenario, pequeño ante la multitud, sostenía a las 18 concursantes, aún adornadas con sus hermosos y extravagantes trajes. Todo había salido perfecto y la competencia era muy dura. Al mirar el escenario, resultaba imposible ignorar las figuras femeninas que, seguras e imponentes, aguardaban la decisión del jurado. Kanelha estaba entre ellas.

Justo cuando el veredicto se volvía eterno, Tasha, una 'reina retirada' y miembro del jurado, se puso de pie y propuso anunciar a las tres ganadoras: la segunda mención fue para Serenity, representante de la provincia de Salta. La primera mención fue para Yanurix, representante de la provincia de La Rioja.

Aplausos. Gritos. Sólo eso podía escucharse. Sin embargo, sobre el escenario, todas las concursantes desviaron la mirada a una de ellas. Sabían quién sería la ganadora y, con sus ojos, adelantaban la decisión final.

— Finalmente, -anunció Tasha- la ganadora de esta elección nacional, la nueva reina nacional es… ¡Kanelha, representante de la provincia de Córdoba!

En ese momento, las otras concursantes la rodearon y, por unos minutos, Kanelha parecía haber desaparecido entre ellas.

Aquella noche del 8 de julio, un día antes del festejo de la independencia, San Miguel de Tucumán se había vuelto particularmente cálida. Era invierno pero, esa noche, los cuatro grados de temperatura eran imperceptibles en el ambiente. El aire festivo se respiraba diferente en la ciudad.

Sobre la calle Congreso, todo estaba listo para el día siguiente, para los festejos en la antigua construcción histórica —que todos conocen como la Casa de Tucumán—, cuna de la independencia nacional de la corona española. Sin embargo, a poco más de una decena de calles, sobre la avenida Rivadavia, la fiesta ya había comenzado en la disco Diva. Aun así, no se festejaba allí el derrocamiento de aquella corona, sino la elección y asunción de una nueva y el comienzo de un nuevo reinado… El de la reina nacional Drag Queen.

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El arte Drag es una disciplina nacida en los remotos tiempos de la Antigua Grecia, cuando las mujeres no tenían permitido participar de las producciones teatrales y eran los hombres jóvenes quienes representaban los papeles femeninos. Sin embargo, no fue hasta el Siglo XVI que este arte tomó identidad propia, cuando William Shakespeare bautizó a estos actores como 'Drag', el acrónimo de 'Dressed As A Girl' -'Vestido como mujer', en inglés-.

Hoy en día, se trata de un movimiento artístico que propone repensar los roles y estereotipos que se le asignan a cada género. Las Drags luchan, desde el arte, por acercarse, al menos un poco, al ideal de la igualdad.

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Cuando apenas alcanzaba los 16 años, Bruno llegaba al metro ochenta. Había pegado el 'estirón' definitivo unos meses atrás. Una incipiente barba se asomaba sobre su barbilla, intentando competir con su melena, morena y alborotada. Sus manos, fuertes, se aferraban al apoyabrazos de una butaca del Apolo, uno de los tantos teatros de la calle Corrientes. En un espectáculo que fue a ver con su grupo de amigos del taller de teatro conoció a Tasha –la reina retirada-. Le impactó de manera particular su personaje: se presentaba como una mujer, pero no actuaba en absoluto como tal. Recorría todo el escenario en tacos, los manejaba como si hubiera nacido sobre ellos, cantaba, gritaba, le escapaba a la rigidez del guión y, en varias ocasiones, bajaba del escenario y se sentaba en el piso, junto al público. Rompía todas las reglas y eso, para alguien de 16 años, era admirable.
Ya en la calle, esperando un taxi, la vio salir del teatro con todo el elenco y no dudó en acercarse para pedirle consejos de actuación. Desde entonces, no concibe su vida actoral sin ella.

A poco menos de un mes de aquel primer encuentro, Bruno se convirtió en su discípulo y aprendió todas las técnicas del arte drag.

Poco a poco, Bruno fue conociendo todo sobre aquel mundo desconocido y el arte de 'montarse', de convertirse en otra persona. Descubrió los secretos de los vestuarios femeninos, de los tacos y las plataformas -inclusive el enigma que supone caminar sobre ellos y lucir elegante-, los movimientos sutiles, la transformación de la voz y un campo que, hasta entonces, le resultaba un misterio: el maquillaje. Lentamente, fue insertándose en este nuevo mundo y creando a Jem, su Drag.

Cada vez que sube al escenario, es otra persona. Es Bruno, pero, a la vez, es  Jem, ese lado femenino que todo hombre tiene y que, en el día a día, no se permite sacar a la luz. Desde las tablas, sus ojos buscan entre el público los de sus eternos admiradores: su mujer y su hija de 5 años.
— Yo sé lo que hacés, papá. -le había dicho antes del show- Te disfrazás de mujer para hacer reír, porque sos actor… no porque seas mujer.

El arte Drag no distingue género, ni sexo. Sus personajes son andróginos, mujeres creadas a partir de la mente de un hombre. No son mujeres, ni pretenden serlo. Y su hija lo sabe.

Tasha también está entre el público, pero no es Tasha quien se ve, es Juan. Ya retirada -al menos de la actividad 'profesional'- observa, orgullosa, a su alumno, el legado que le dejó al arte.  A su lado, Rodrigo sonríe mirando a su amigo brillar. Momentáneamente despojado del aspecto de Kanelha y sin la presión de actuar como una reina, se encuentra cómodamente sentado, con sus pies sobre la butaca y un porte desalineado: su cabello, arremolinado, es la huella del casco de la moto con la que llegó hasta allí. Unos jeans negros, poco llamativos, se camuflan con la oscuridad de la sala, disimulando sus piernas. Sólo su camisa blanca puede verse con claridad. De tanto en tanto, rasca su barbilla, donde reposa una espesa barba, esa que admite extrañar cuando se avecina el tiempo de jugar a ser Kanelha. Sus ojos claros, ocultos tras unos grandes anteojos, revelan cansancio. Allí no es aquella diva despampanante y, a pesar de llevar una corona de tinta sobre su piel desde la elección nacional,  nadie sabe que es una reina. Ahora es, simplemente, un espectador.

El público aplaude. Otra vez, Jem rompió las reglas. En el centro del escenario, su vestido irradia luz propia, reflejada por el millar de lentejuelas plateadas. El telón, algo desteñido por el tiempo, se cierra. Detrás de él, Jem comienza a 'desmontarse' a tanta velocidad como le es posible: una asistente le acerca un espejo y crema desmaquillante. Se toma unos segundos para mirar el reflejo de su imagen, la de una diva del espectáculo. Los zapatos vuelan por el aire, al tiempo en que se quita la peluca y el exuberante vestido, y tira a un lado el corset que, segundos atrás, moldeaba una perfecta cintura femenina. Rápidamente, se calza unos jeans, justo antes de pasarse la crema por la cara. Para cuando vuelve los ojos al espejo, es Bruno quien le devuelve la mirada. Dos horas de show le han dado un aspecto tan cansado y desalineado, como feliz y orgulloso.
Está listo. El telón vuelve a abrirse y el público descubre a Bruno. La imponente figura femenina de Jem, se ha convertido en un hombre tan común, frecuente y habitual como cualquiera que habita las calles de la ciudad. La magia del trabajo de una Drag ha quedado al descubierto. Una última ovación lo despide y el telón se cierra una vez más… Esta vez, definitiva.