viernes, 22 de noviembre de 2013

Navegando por la Deep Web

La Internet de todos los días es tan sólo el 20 % de la realidad que hay en la web, la punta del iceberg. El resto es lo oculto, donde se puede desde comprar armas, drogas y pornografía infantil, hasta contratar un sicario. Diario de una experiencia que muestra cómo es la cara de la red que no conocemos. El paraíso de lo prohibido.


Por Jonathan Víctor Agüero Cajal


DÍA 1

Descubrí la Deep Web gracias a un amigo que encontró en internet posteos, páginas y blogs hablando sobre el tema. Nos apasionamos. Descubrimos un mundo prohibido, con la peor calaña del ser humano. Comencé a entrar en foros, recopilar relatos de bloogers, y fui informándome. Aprendí que la Internet profunda, invisible o Dark Net era todo aquel contenido que no podía ser rastreado por los buscadores tradicionales de Internet. Páginas a las cuales no se podía ingresar de forma sencilla porque eran privadas, estaban protegidas con contraseña o su formato no era el convencional.

Pero no sólo había contenido fuerte en “las profundidades”, también lo había en la web tradicional. Como por ejemplo un sitio llamado 4chan, donde se podía encontrar cualquier tipo de imágenes que no se encontraban en Google, como pornografía de todas las categorías. Me enteré que existían páginas de canibalismo, necrofilia y automutilación. En ese momento, me sucedieron dos situaciones horribles: una de ellas fue entrar a una página con supuesto contenido de oscurantismo. Me apareció un cartel en inglés que decía “usted acaba de realizar una búsqueda con contenido de pedofilia. Tenemos su IP (y estaban mostrando mi IP exacta). Nosotros trabajamos con una ONG en contra de la pedofilia”. Se me paró el corazón. Pensé en mi vieja, en mi viejo, cómo explicarles en lo que me había metido. Me pasé todo el día investigando si lo que había hecho era algo realmente malo, si de verdad tenían mi IP e iban a investigarme o buscarme, cuando en realidad no quise buscar pedofilia. Finalmente, descubrí que solo fue una broma falsa. Me sentí aliviado.

El segundo momento más desagradable sucedió al recibir un video más que terrible. No pude resistir verlo completo. Es más, ahora mismo se me hizo un nudo al escribir esto. Lo único que voy a decir es violación y bebé.

Esta tarde, salí a la calle a caminar un poco para despejar la mente. Antes, tomé un libro de Friedrich Nietzsche y leí una cita que me dejó pensando:

Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti”.
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DIA 2

Era hora de entrar a la Deep Web. Ya no podía quedarme de brazos cruzados después de todo lo que había visto en Google, blogs y demás. Como no tenía la seguridad suficiente para proteger mi computadora, ni la noción exacta de hasta qué punto el FBI podía venir a buscarme, empecé a investigar distintos métodos de seguridad para entrar de forma anónima. Necesitaba informarme o mejor dicho, entrenarme.

Ezequiel Sallis, perteneciente al área de investigaciones telemáticas de la Policía Metropolitana, era un especialista en el tema. Había conseguido su mail días atrás. Le dejé un mensaje y pactamos una entrevista en la que me contó qué era la Deep Web:

Es esa parte de Internet que no puede ser accedida mediante la búsqueda habitual. Es todo aquel link al que no se puede entrar fácilmente. Son sitios que alguien oculta a propósito.

En el buscador de Google encontré varias páginas explicando conceptos, como el de la punta de un iceberg: en la cima se encuentra el Internet de todos los días: mail, redes sociales, reproductores de videos. Pero debajo, en las profundidades de ese océano, existe una Internet invisible. A la que no podemos entrar porque los buscadores tradicionales no pueden acceder. El problema era que dentro de esa Internet se podía encontrar contenidos muy oscuros relacionados a la pedofilia, asesinatos y violaciones. También se podía comprar desde drogas, armas, órganos, documentos secretos de gobiernos y libros censurados, hasta personas y sicarios. El morbo del ser humano en un solo lugar.

Sallis me aconsejó instalar un programa llamado TOR para entrar a la Deep Web. Era gratis y proporcionaba “anonimato” a una computadora. Un explorador para navegar de forma segura e ingresar a páginas que forman parte de esta web invisible. ¿Y por qué necesitaba entrar de forma anónima? Al existir tanto material prohibido e ilegal en la Deep Web se corre el mito de que “el FBI te puede capturar” o “un hacker podrá robarte tus datos”.

TOR no representa un riesgo ni un delito en sí para usarlo. En el Internet común también hay muchísimas cosas ilícitas y prohibidas– Me explicó Sallis y también aclaró otras dos cuestiones fundamentales: las páginas que se navegan desde el TOR se conocen como sitios .ONION –cebolla en inglés, por las capas que tiene la internet profunda–; y otra opción segura para entrar a la Deep era bajarse un sistema operativo –como el Windows que utilizamos a diario- llamado TAILS.

Tails es la versión en sistema operativo con “TOR incluido”. La podés iniciar desde una USB. Lo inicia sobre la misma memoria RAM. Para usarlo, se necesita tener prendida la computadora. Una vez que se apaga se borra todo– agregó.

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DÍA 3

Me levanté temprano con unas enormes ojeras de trasnochar en Internet buscando más información –sumada alguna que otra pesadilla en blanco y negro, un asesino de capucha y rostro desfigurado, ojos en blanco, me cortó el cuello hasta desangrarme – y preparé el desayuno. Encendí la notebook y mientras se enfriaba mi café me conecté a Internet.

Facebook, aunque no parezca, era el lugar ideal para aprender a entrar a la DW. Puse en el buscador de contactos las palabras “Deep Web” y al instante apareció un listado de páginas y grupos. Algunas de estas tenían en la foto de perfil imágenes de muy mal gusto. Me uní a varios grupos cerrados y páginas donde se compartía material filtrado de la web profunda.

Como si fuera lo más normal del mundo –a esa altura creo que perdí una buena parte de sensibilidad humana– ví fotos de accidentes de tránsito, con cadáveres desmembrados. Fetos abortados cocinados en sopas. En un video violaban a una adolescente dormida. Le cortaban la pierna con un serrucho, se despertaba, se daba cuenta donde estaba y comenzaba a gritar. La mataron de un golpe en la cabeza. Todo eso estaba en Facebook y nadie hacía nada. Otro miserable subió fotos de una nena violada. No pude verlas, del asco que me dieron se me retorció el estómago, cerré los ojos y cambié de página.

El café se había enfriado. Por fortuna una de las páginas no necesariamente subía material ilícito sensible a los ojos. Se llamaba Deep Web Página Oficial y era una comunidad en español donde publicaban tutoriales. Busqué a uno de los administradores. Lo agregué y a los pocos minutos me aceptó como su amigo en Facebook. Le pregunté por qué la DW era tan perversa.

Muy mala fama se le ha dado a la Deep Web con asuntos como la pedofilia y tráfico ilegal, pero también es una herramienta para las personas y periodistas que están en gobiernos autoritarios o represores y quieren difundir sus ideas. La Deep Web ha existido siempre– me explicó. Le pregunté también qué era lo peor que podía encontrar.

Lo que pasa en Las Vegas se queda en Las Vegas; tienes que estar preparado para ver cualquier cosa. Lo más grotesco tal vez pueden ser los videos de tortura, pero esos los ponen para un fin: hacer programación subliminal de alto impacto “MK-ultra” eso quiere decir que te vas acostumbrando a ver dolor que ya no sentirás nada.

Finalmente me recomendó que si estaba decidido a entrar que no lo hiciera desde mi computadora personal, sino desde una completamente vacía. Que me instalara –al igual que recomendó Ezequiel Saliis– el TAILS. No dar datos personales y no conversar con nadie. ¿Era para tanto?

NO debes navegar en sitios que puedan meterte en problemas

– Ok, ok. 



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DÍA 4

Tenía dos computadoras, una notebook personal que utilizaba todos los días con mis datos personales. La otra era una PC de escritorio que ya no utilizaba. En un par de horas se convirtió en la “máquina para navegar la Deep Web”.

Comencé formateando la PC de escritorio, le borré todos los datos que había en ella. No dejé ningún rastro. Reinstalé Windows, instalé los programas básicos y nada más. Antes había comprado dos memorias USB nuevas. Instalé el TAILS en una de ellas y en la otra copié un bloc de notas con links .ONION para comenzar a navegar.

Apagué las luces de mi cuarto y cerré bien la puerta con llave. Conecté Internet y la memoria USB con el TAILS instalado. Reinicié la computadora. Estaba preparado para ver lo que sea. Apareció un sistema operativo tipo Windows pero más sencillo. Fondo de pantalla azul, un par de iconos y programas básicos, nada de otro mundo. Me conecté a Internet y comenzó a cargar un icono con el dibujo de una cebolla. La cebolla pasó de color amarillo a verde. Decía ¡conectado a la red TOR! Abrí una especie de navegador de internet y apareció la página principal de TOR. Ya estaba conectado.

La página en la que cualquier novato suele ingresar para comenzar a navegar en la Deep Web es la Hidden Wiki –wiki oculta–. Es como la enciclopedia del mal. No se puede entrar desde Google. Tiene la forma de la wikipedia que conocemos con un listado de sitios y links particulares.

Abrí el block de notas con las direcciones y copié el link de esta Hidden Wiki. Cargó y finalmente apareció la página.

En el listado de esta wikipedia –en inglés– aparecieron secciones de mercado negro para comprar drogas y alucinógenos de todo tipo. Servicios de hackers, clonación de tarjetas de crédito, falsificación de billetes, venta de armas, asesinos y sicarios a sueldo. Un apartado de “erotica” se dividía en “sexo para adultos”, “menores de edad” y “animales”. Páginas dedicadas a la automutilación de penes. Links para ingresar a miles de páginas de pedofilia. Portales de necrofilia, zoofilia y necrozoofilia. Incluso encontré la página de las tan polémicas wikileaks.

Lo logré. Estaba en la Deep Web.

Tenía miedo de abrir cualquier link y encontrarme lo peor. Entré a una de las pocas páginas en español, un foro llamado cebollan chan. Con sólo leer los posteos me dieron ganas de apagar la computadora. Me dolía mucho la cabeza.

Hola, quiero cogerme a mi hermana de quince, ¡necesito ayuda!”. “xxx servicio de sicariato internacional” “Viendo videos de pedofilia”. “Vendo mujer blanca de 22 años en Argentina, mide 1.67, ojos marrones, pelo castaño, la traje desde Chile con una promesa laboral falsa. Es muy servicial, hace muy buenos petes y casi no grita. Muy sumisa. $220.000 no negociable”.

No quería seguir leyendo más, cargué otra página que copié.

Era otro foro. Como si fuera otra página normal pero con un listado para descargar videos de pornografía bizarra, asesinatos, abortos, experimentos con bebés y violaciones. En los de pornografía aparecían sujetos con máscaras que lastimaban a mujeres obligándolas a hacer cosas escatológicas y repugnantes.

Sentí en el pecho ganas de vomitar. Eran imágenes muy crudas. Dije basta.


UNA SEMANA DESPUES

Pasó una semana y volví a entrar en reiteradas oportunidades, solo que ahora no ingresé a sitios que pudieran herir mi sensibilidad. Ni la policía cayó a mi casa, ni el FBI me capturó por entrar y ver qué había allí. El contenido ilegal sí existe, es real y hace daño verlo. Pero también está el 80% de la información que no conocemos. Confieso que perdí un poco de mi humanidad, de mi sensibilidad al ver lo más atroz del ser humano. Pero gané otra cosa: aprecio mucho más los pequeños y sencillos detalles de la vida cotidiana. Volví a releer la cita de Nietzsche que subrayé con lapicera con una sonrisa.

Quien con monstruos lucha, cuide de convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti”.

Una noche en el prostíbulo

Una cronista decidió hacerse pasar por recepcionista de una casa de citas para contar desde adentro cómo es el tercer negocio más rentable del mundo. Las conexiones con la policía y el poder político. Historias de mujeres que mueven miles de pesos cada semana.


Por Cynthia Finvarb



La lamparita roja es la señal que buscaba. Unos diez metros de pasillo me separan de la puerta principal que tengo que atravesar para sumergirme en uno de los más de 8000 prostíbulos que funcionan en toda la provincia de Buenos Aires.

El aroma a sahumerio invade. Llegar acompañada de la recepcionista del lugar me garantiza la entrada y permanencia.

¿Vos venís a trabajar de señorita? me pregunta una de las chicas, mientras me observa la vestimenta: pulóver, jeans y zapatillas. La miro con cara de asombro y le contesto que no.

Mi aliada le aclara que no soy una integrante más. Ideamos una excusa para que pudiera ingresar: que voy a ser su reemplazo el próximo fin de semana.

En la puerta nos recibe -como lo hace cada vez que suena el timbre y un cliente se dispone a ingresar- el encargado en custodiar el “boliche”, como le dicen sus empleados. Es un hombre de 40 años, alto, corpulento y de traje. Nos saluda, entramos y cierra la puerta con llave.

Más de 30 escalones hay que subir para conseguir “un pase” con alguna señorita. Las señoritas son las prostitutas. Ellas están ahí, a la espera de los clientes, tomando tereré. El pase es sinónimo de sexo.

El salón principal es grande, tiene 15 mesas redondas y 4 sillas en cada una de ellas que se distribuyen de manera circular. En el medio hay una pista que es alumbrada por tres luces rojas y dos azules. A la izquierda, hay una barra que ofrece tres variedades de bebidas alcohólicas: cerveza Quilmes, Freeze “azul” y vino tinto. En el pool, la ficha cuesta $15. Una fonola con gran variedad de música funciona con una ficha que vale $2. Al fondo, sobre la pared, un televisor sintoniza Canal 7, el partido de Paraguay y Argentina por las eliminatorias para el mundial en Brasil 2014 brilla en la pantalla.

La noche recién comienza. Cuatro de las treinta trabajadoras sexuales que tiene el local ya están listas para ponerse a trabajar. Más de la mitad son extranjeras. Una joven paraguaya de 23 años, a quien llamaré Estrella para preservar su identidad, se está colocando pestañas postizas. Una mujer de 35 nacida en Republica Dominicana se coloca crema en las piernas y brazos. Dos argentinas que rondan los 25 años desfilan, sobre tacos aguja, en corpiño y tanga de hilo dental. Ruegan que aparezca alguien así “zafan” la noche.

Una de las chicas detiene la música de la fonola, mientras otras se intercambian camisolines de encaje. Faltan pocos minutos para que lleguen los clientes: cuatro hombres que superan los cuarenta años y un quinto que vino en una bicicleta bastante destartalada, que dejó en la puerta atada con un candado.

El show comienza y varios de los espectadores quieren tirarse encima de la joven: hay un pequeño escenario con un caño y una bailarina. Ella busca seducir a los hombres, pero nadie puede tocarla, ni tener sexo con ella. Baila, pasa su lengua sobre el caño y se toca sus partes íntimas. Es rubia, flaca y tiene unas botas rojas que le tapan las rodillas. El de seguridad controla que nadie se acerque a ella.

El show terminó. Los hombres les piden a las señoritas que les lleven cervezas. A partir de ese momento la bebida que consuman les costará el doble porque ellas los acompañan. Los tocan, todos se ríen y toman.

Uno de ellos quiere concretar un “pase”, cuyo valor varía según el tiempo. Media hora cuesta $200. Una hora, es decir dos “participaciones”, salen $330. Con participación se refieren a cada vez que el hombre eyacula. Si llegara a hacerlo antes de que se acabe el turno, se termina el pase. No cabe posibilidad de que vuelva a tener una “participación” sin pagar.

Noto que los ojos de Estrella ya están rojos, aunque su maquillaje está intacto y también sus pestañas postizas. Varias cervezas compartió en la mesa con el cliente y es hora de entrar a una de las habitaciones

Me intriga saber qué siente Estrella cada vez que se dispone a ingresar a uno de esos cuartos. Tengo que ser precavida, nadie puede enterarse que soy una infiltrada. Aunque no aguanto y le pregunto.

¿Estas bien? la miro con cara de preocupación.
Piensan que este trabajo es fácil y no es nada fácil, hay que estar. Te encontrás con cada uno me contesta apresura.

No lo dudo, el solo hecho de pensar en estar con un hombre tras otro me pone la piel de gallina. Más tarde otras me dirán que están acostumbradas, que lo toman como un trabajo como cualquier otro.

Pero no.

Es el tercer negocio más rentable del mundo, tras el tráfico de armas y de drogas. Este boliche recauda más de $100.000 mensuales. 50% de las ganancias queda en mano de las señoritas, 10% es entregado a la policía, otro 10% va dirigido a la municipalidad y el resto lo embolsa la “madama” del lugar.

La madama es una mujer de 38 años. Ella lleva la batuta del boliche -este es uno de los cinco “boliche” que regenta- aunque su mano derecha es la recepcionista. La jefa no se hace presente todos los días pero de vez en cuando va al lugar a observar el funcionamiento. La recepcionista es la encargada de hacer la caja cuando termina su horario. Una vez que termina la noche les paga a las señoritas el 50% de todos los pases que realizaron. Al acabar el mes, las benefician con un 10% más si no faltaron ningún día.

El lugar está habilitado por la municipalidad como bar. Todas las semanas la dueña del boliche debe entregarle al oficial de policía, el jefe de calle, $2500 para que lo deje funcionar y no lo clausuren. Si no arreglan, los pueden allanar. Aunque a muchos sólo los cierran por horas, para que luego volver a abrirlo. No se detiene a nadie.

Ejercer la prostitución en un ámbito privado no es ilegal.
Según la legislación argentina, es una actividad lícita, siempre y cuando no haya trata ni explotación de personas y se ejerza en forma voluntaria.

Cobrame un pase por media hora­ le dice Estrella a la recepcionista y apoya sobre el mostrador $200.

Tomá­ La recepcionista le guiña un ojo y le acerca una “bolsita higiénica”.

Una bolsita transparente que contiene un pedazo de papel, una toalla blanca y un preservativo. Una bolsita que se les da a las señoritas cada vez que concretan un pase.

Las habitaciones son siete. No tendría sentido que el cliente la elija porque son todas iguales. Una luz roja ilumina cada una de ellas. Observo que todas tienen un rollo de cocina en la mesita de luz y un espejo para quien quiera arreglarse antes de comenzar o al terminar el servicio.

Estrella se acerca a la recepción con 4 billetes de $100 arrugados.

El viejo quiere un pase por una hora. Vamo a ve si aguanta. Por ahí me viene a contar los problemas que tiene con la mujer como el del otro día. Yo le voy a aclarar que son dos participaciones. Si se le pasa el tiempo que se joda -Estrella larga una carcajada, mientras se acomoda las tetas en el corpiño.

Estrella se ríe, siempre se ríe. Salvo algunos meses atrás cuando un hombre que pagó un pase por media hora ingresó con un arma a la habitación. El hombre de seguridad no lo revisó como correspondía. Nadie puede ingresar al boliche con un arma. Estrella, esa noche, gritó desesperadamente cuando observó que el hombre de uno 50 años apoyaba el arma en la mesita de luz al lado del rollo de cocina. Nadie sufrió ningún incidente pero desde esa noche el control fue más exhaustivo. El hombre alegó que lo llevaba por seguridad.

Tal vez Estrella no llevé la vida que alguna vez soñó, pero tiene la esperanza de que en algún momento este trabajo al menos la acerque a sus seres más queridos.

Yo quiero junta mi platita así pago mis cuenta y me voy al Paraguay. Tengo algunos familiares por Moreno, pero casi toda mi familia está en el Paraguay-cuenta.

Ella dice que le es más rentable hacer este trabajo en Argentina que en el país donde nació. El turno de la recepcionista se terminó. Es hora de irnos a casa. La fonola con el tema de “la princesita” Karina suena a todo volumen. Ya no queda ningún cliente merodeando el boliche. Sólo algunas botellas vacías sobre la mesa. Abandono el lugar y a cada paso que doy pienso en ellas y en sus vidas. La lamparita roja continúa encendida.










El arma de la libertad

Por Jonathan Amarilla



A través de unos barrotes oxidados, un grupo de presos-estudiantes del Penal 48 de máxima seguridad en José León Suárez, gritan, desesperados,  para poder salir a estudiar.

— Ustedes negros de mierda, van a hacer lo que yo digo- grita un penitenciario envalentonado y con cofia en mano.

— Acuérdense que son presos ¿entienden?

— Ustedes no piensan, no sirven. Son la mierda de la sociedad.
En el universo de las estrictas clasificaciones penitenciarias, no puede existir la categoría preso-estudiante. Ya es tarde. La cárcel engendró su propio cuerpo extraño. La Universidad se inmiscuyó por las grietas que el sistema dejó al descubierto.
La jaula de hierro como depósito de pobres comenzó a ser discutida y repensada desde adentro. Hoy, la lucha continúa. Y la educación juega un papel fundamental en tal microfísica del poder.
* * *
Es un viernes gris, frio y amenazador. La lluvia, al parecer, está a punto de llegar.
O, por lo menos, eso es lo que se puede ver desde la pequeña ventana del Ford Fiesta gris que penetra la populosa ciudad de San Martin, en el norte bonaerense, para llegar a la vecina localidad de José León Suárez.
Fernando Pathouros es el conductor. Además de estudiar Filosofía y Ciencias de la Cultura, Fernando es administrativo del CUSAM, el centro Universitario San Martin que funciona dentro de la Unidad 48 de Máxima Seguridad de José León Suárez.

— Lindo día para ir a la cárcel- dice mientras esboza una sonrisa.
A medida que el auto avanza, la realidad cambia. Los bares top, las peatonales estilo Florida y Lavalle y los chalecitos dignos de familias clase media en adelante, dan lugar al olvido y la exclusión. La gente desaparece. Y la miseria dice presente.
La unidad 48 está emplazada en una zona de villas de emergencia, de casas de chapas o fibra de vidrio en donde un grupo de cartoneros, a lo lejos, hacen un poco de fuego para protegerse del mal clima.
Al llegar, el aroma a muerte se hace sentir. El penal es vecino del CEAMSE en donde meses atrás encontraron el cuerpo de Ángeles Rawson. Ese olor putrefacto acompaña a todos lados.
En la cárcel todo es gris monocromático, incluso más que el cielo. Después de unas maniobras, comienzan los puestos de control. Primero, en la Unidad 46 de Mujeres. El penitenciario mira las credenciales y levanta la barrera, todo muy sistematizado y disciplinado. Después, en la unidad 47 mixta y de media seguridad, lo mismo. Por último, la 48, el momento de la requisa. Luego de la foto y las advertencias del tipo “no lleves nada de valor”, entramos al complejo.
Adentro, todo sigue siendo gris, aunque con portones enormes que maquillan un tímido verde. Uno, dos, tres, cuatro, cinco candados hasta llegar al último que da paso al CUSAM. En el trayecto lo único que se escucha son pedidos de cigarrillos y algún que otro grito que se pierde en la soledad del viento. Desde el panóptico, un grupo de oficiales miran atentos.
La última posta se demora. A lo lejos, dos personas se acercan. Por un costado y dividido por una reja un interno insiste con la súplica nicótica. Los otros dos ya están a un paso. Jonathan Argüello, de piel morena, cara angulosa y altura de NBA, trae en sus manos, además de tatuajes, un bajo, mil cables, enchufes y cuadernos. El otro, Chapu, un monitor, un bolso con hojas y demás cosas para la biblioteca.
Los penitenciarios no aparecen y el candado sigue cerrado. Del otro lado de la reja otro interno hace jueguitos con una pelota celeste de cuero gastado, mientras espera que abran el portón para llevar agua a su pabellón ya que toda la red está contaminada por el CEAMSE.
Jonathan habla y discute con el interno cigarrillo-dependiente y Chapu empieza: habla de los monopolios de la verdad, de la perversidad del sistema carcelario-capitalista y de la importancia de la educación para romper con las lecturas ingenuas. Todo, sin soltarme la mano y mirarme con ojos que interpelan hasta a la personalidad más dura.

— Como dice Foucault, “saber es poder”. Bienvenido a la Universidad de la cárcel, bienvenido al CUSAM. Suelta e invita.
* * *

Año 2009. El debate sobre la ley de Medios se lo devoró todo. Ese mismo año, nació la primera experiencia universitaria intra-carcelaria, el CUSAM, por demanda de los internos y en concordancia con la Universidad de San Martin (UNSAM) y el Servicio Penitenciario Bonaerense (SPB) que cedió el terreno.
La opción final no fue Derecho, sino Sociología. Nombres y seudónimos como Mosquito, Waldemar, Marcelo, Cebolla, Pablo son las identidades que estuvieron, desde el principio, bregando por el Proyecto CUSAM.
Alrededor de 100 internos pasaron por la Universidad en la cárcel. También estudiantes y algunos- pocos- penitenciarios. La lógica disfuncional del SPB y las problemáticas carcelarias hicieron que 23 personas se recibieran. Algunas, en el penal y otras en la Universidad de San Martin.
Los números hablan por sí solos: de esos 23, solo cinco reincidieron en conductas delictivas, dos murieron y los demás ingresaron al mundo laboral, muchos dentro de la Universidad.
El proceso de la “educación tumbera transformadora”, como la llamaron los pioneros del CUSAM., hoy sigue en pie e incluso más fuerte que nunca.
Según Gabriela Salvini, otrora profesora y actual directora del CUSAM, el próximo paso del proceso universitario en la cárcel es desarrollar una política integral de educación que acompañe a las personas el dia después de la cárcel.

—Todo lo que se logró mientras estuvieron en el centro no puede perderse ni bien pisan la calle. Hay que seguir acompañándolos en su propio entorno para lograr una transformación radical. Y con ello dar respuesta con hechos al rótulo estigmatizador de la inseguridad.
* * *
El centro universitario es una edificación pequeña, rectangular, parecida a los demás pabellones en estructura, pero no en esencia. Tiene dibujos y murales de tinte latinoamericanista en sus paredes que contrastan con el sincolor de la cárcel.
“Sin berretines, amigo”, reza un cartel en su entrada.
En su interior hay cuatro aulas donde se dictan las cátedras universitarias y también talleres de arte y cultura, refrigeración, criminalística, versada popular, poesía, filosofía, comunicación, entre otros. También hay una dirección, una sala de saneamiento y limpieza, el centro de estudiantes Azucena Villaflor y una biblioteca.
En la biblioteca se hace base. Entre mates y debates sociológicos, el fenómeno de la universidad en la cárcel se torna central. La jerga misma del CUSAM va en sentido contrario a lo que se suele ver, escuchar o leer sobre el mundo carcelario. Proponen una entrevista grupal-con este cronista- ya que colectivamente -y solo colectivamente- la lucha y prevalencia del Centro fu posible. El “sin berretines, amigo”, toma sentido.
Empieza hablando Jonathan, oriundo de villa La Cava en San Isidro, hace 8 años preso y estudiante de segundo año de Sociología. Es Tímido y cuidadoso con su léxico pseudo académico-tumbero, que no lo exime de discutir con los autores que lee por su falta de “campo”.

—Yo no puedo hablar de la escuela de Francia, porque no fui. Pero sí viví en las villas y en las cárceles, muchos sociólogos no. Por eso hablo de la sociología tumbera. Cuando salga voy a hablarle a los pibes de mi barrio en su idioma.

En eso Chapu, por lo bajo, explica el concepto de etnografía y se arma una pequeña gresca.

— Eh amigo estoy hablando yo, quequere que te hable corte la cárcel recheto eh- grita Jonathan y deja a todos en silencio.

Después retoma, pero unos movimientos por el pasillo y el sonido de una batería que ocasionalmente suele tocar, lo hacen perder el eje de la conversación y se va.
Rimas de alto calibre, la banda de rap del CUSAM está a punto de ensayar. Todo se revoluciona. El debate sigue, pero ahora, con una cortina musical que emula los grandes hits del rock clásico con ritmo rapero.

Pablo Parmisano avanza sobre la educación y el viaje del conocimiento como espacio de socialización y libertad, incluso en el contexto de encierro carcelario. Pablo es primer vocal del centro de estudiante y cursa el cuarto año de Sociología. Está a meses de salir en libertad y piensa poder recibirse afuera. Su discurso es más sólido y tiene un receptor primordial, el Estado.

— Mientras el poder político y judicial se desentiendan de sus detenidos la cárcel va a servir para mantener a las personas un tiempo. Los cambios de leyes, la mano dura, las cámaras, mas cárceles y mas patrulleros no cambian nada. El problema de fondo es la educación, acá y en la villa. Que se reproduzca la educación y no el germen de cultivo de la violencia y la cultura carcelaria.

Chapu quiere interrumpir de nuevo, pero Pablo lo corta en seco.

—No, no terminé todavía, tenés que calmar tu ansiedad.
El mate se termina. Jonathan vuelve y pone la pava. Fernando ceba. Y Pablo sigue con su análisis. Habla de la importancia de la progresividad de la pena y de la educación como estímulo para fomentar el inicio de los estudios a la gran mayoría de los presos de la unidad.

— A pesar de que los presos-estudiantes sean una minoría, el proyecto va creciendo. El preso crea hábitos. Si te ve rastreando el va y rastrea, ahora si te ve leyendo, poco a poco va a comenzar a leer e interesarse sobre la educación. Antes se escuchaban muchos tiros acá adentro. La educación los comenzó a acallar.

Llega el momento de Chapu. Mientras sus demás compañeros hablaban, él escuchaba e interrumpía. Chapu es Antonio Sánchez Arce, 31 años y casi media vida de encierro. Aún no es estudiante formal de sociología pero participa de oyente en muchas clases. Acelerado e hiperquinético, decide darle un corolario a la charla con unas palabras dedicadas a Pablo.

— Jamás pienses que un barrio emergente es una meta, al contrario, inícialo como un punto de partida y saldrás adelante, estudiá, enseñá y sobre todo aprendé- culmina su breve reflexión-escrita in situ- que conjuga villa, cárcel y educación como progreso.
La crispación, el debate, los retos y las caras de pocos amigos se dejan a un lado y se funden en un abrazo.

— Antes nos hubiésemos juntado en el robo, el meter caño. Hoy nos unimos en la educación- suelta Pablo con ojos vidriosos.

Todos reflexionan sobre la importancia del antes y el después de la cárcel y la universidad. El volver al barrio, el alfabetizar en base a los conocimientos que la educación les otorgó.
De la nada aparece Diego, también integrante de Rimas y el señalado como el más académico del grupo.

Diego Tejerina también vivió en uno de esos barrios pobres llamados villas. Estudiante de tercer año de Sociología y alfabetizador, no tiene tiempo que perder, anda de un lado a otro. A las claras, es el líder, quien ordena y delega.

La banda está a punto de comenzar la prueba de sonido formal. Ahora suenan guitarras, bajos, baterías, pero falta la percusión, claro, es la función de Diego. Por eso, rápidamente demuestra su gran capacidad de síntesis.

—Yo creo que la cárcel se tiene que destruir porque no funciona, es un lugar abyecto. Hay que evolucionarla. No se puede hablar de libertad e igualdad si vos encerrás a las personas.
Diego habla pausado, tiene cara pequeña, voz suave, gorro polar, ropa deportiva y expresiones de tristeza. Hace 12 años está preso y pasó por 25 penales. Mosquito fue quien lo sacó del mundo oscuro del pabellón para sumergirlo en la educación. Hizo la primaria, secundaria y luego comenzó la universidad todo en la cárcel. Ese camino no fue fácil; contradicción y tensión, dos palabras que repite a cada segundo; contradicción de salir de un lugar de hacinamiento físico-mental para estudiar y ser libre; tensión en el día a día con sus compañeros de celda.

—Con la educación descubrí lo que genera un libro. La importancia de lo colectivo. Que la unión hace la fuerza. Que la educación son las alas de la libertad. Pero, sobre todo, me di cuenta que hoy soy libre mentalmente, que no me pueden sujetar mis ideas, mis valores y mi esperanza. Ahora, la vida tiene sentido.

Todos se van. Otro tipo de expresión de la libertad toma el protagonismo de la tarde. Es la Música de Rimas de Alto Calibre.
* * *

Son pocos los integrantes del Servicio Penitenciario que comparten lecturas con los presos-estudiantes del CUSAM. Muchos de los oficiales del SPB hablan de que estudian por privilegios, para evitar ser trasladados y para obtener becas o reducción en las penas. En la práctica eso no sucede. Pero a ellos no les importa.
Mario es penitenciario. En realidad Mario no es Mario. Pero no quiere tener problemas con sus superiores. No puede hablar sin autorización.

De uniforme negro pulcro, cara angosta, mirada fija, altura media y borceguíes recién lustrados, se refiere a los presos separándolos del género humano.

—Estos no son como las personas normales, son unos chantas, unos vivos bárbaros que vieron la movida y agarraron viaje. No corren, vuelan. Algo deben estar lucrando ahí adentro.
Adentro- como dice Mario que no es Mario- hay tres penitenciarios que estudian. Entre ellos Rodrigo Altamirano a quien conoce. Pero no le importa. Él lo tiene claro: el preso, el villero o negro es el símbolo de los males de la sociedad. Él y solo él.

—Por mí, que se pudran en la cárcel- concluye.

* * *
La música de Rimas sigue sonando. Pero llegó la hora de la partida.
Después de saludar, los portones gigantes, la infinidad de candados, las caras largas de los penitenciarios, el panóptico, los pedidos de cigarrillos, las barreras, Foucault, la lluvia, el viento y el frio me esperan.
En el CUSAM o la Universidad de la cárcel se quedan un sin fin de hombres que buscan cambiar realidades por medio de verdaderas armas, como la educación y la música.

—No dejen de apostar y luchar por la educación. Solo así vamos a construir una sociedad más igualitaria y justa para todos- grita Diego, desde una pequeña ventana enrejada y al ritmo de los bongoes.
Me voy.

Sus cuerpos quedan tras las rejas. Sus mentes, en libertad.


La ley del gatillo fácil

Esta es la historia del Huesudo, un joven de 18 años de La Matanza que una madrugada fue a comprar cervezas y jamás volvió. Pero también es la de un policía que disparó. Desde la recuperación de la democracia, casi 2 mil jóvenes fueron asesinados en casos de violencia institucional.

Por Lucas Pedulla


El Huesudo extendió el brazo. Iba a ser la última cerveza. Eran las seis de la mañana del 10 de febrero de 2007. Ya había bebido demasiado, pero no había podido negarse. Quizá lo hubieran puteado si rechazaba el sagrado ritual de juntarse con amigos luego de una calurosa jornada de fútbol en la plaza 12 de Octubre, en Lomas del Mirador, partido de La Matanza.
El Huesudo había jugado con una camiseta de Chicago, un club del ascenso argentino, durante la noche del día anterior. Cuando el partido concluyó, volvió con sus amigos al barrio, la Santos Vega, una villa del distrito. Compraron un cajón de cervezas. Estaba en cuero y descalzo. Un amigo le prestó una camiseta de River para que la usara. Pero, primero, la dio vuelta. Era de Chicago y no tenía por qué vestir la casaca de otro club. Después, se la puso.
Era tarde –las 4 de la mañana- cuando El Huesudo y otros pibes más fueron a lo de Fernando. Pusieron música y se relajaron. Agotaron hasta el último trago. No había qué tomar. La hermana del anfitrión fue la que brindó una solución. El Huesudo extendió el brazo.
-Tomá. Te doy la plata a vos porque confío en vos.
El joven la aceptó y dio las gracias. Agarró un envase y salió con Babu –uno de los pibes- a buscar algún negocio abierto. En la tranquilidad de la casa, cuando el resto de los jóvenes aguardaban por el último trago, la leve brisa trajo los estruendos de tres disparos que retumbaron en todo el barrio. Sólo habían pasado 15 minutos desde que los pibes se fueron.
Fue Babu quien, desesperado, trajo corriendo la mala nueva:
-Le dieron un tiro al Huesudo.

***

Hernán Javier Biasotti probablemente estaba agotado esa mañana. Aún no se había quitado su uniforme de Policía Federal, y sólo lo haría cuando llegara a su domicilio en La Tablada. A la altura de General Paz (autopista que marca el límite entre la provincia de Buenos Aires y Capital Federal), esperó por su compañero de la comisaría 42 de Mataderos, el cabo primero Marcelo Cavallo, que llegó con su Volkswagen Saveiro pick up gris. A diferencia de Biasotti, estaba vestido de civil.
Notaron algo extraño cuando pasaban por el barrio Santos Vega. Metros más adelante –dirán ambos cinco años después-, tres jóvenes intentaron robar un vehículo que estaba delante suyo, cuyo conductor efectuó una maniobra y logró escapar; que los tres chicos, en consecuencia, intentaron hacer lo mismo con ellos.
Dirán que los tres portaban armas de fuego.
Según Cavallo, el joven les apuntó y realizó un movimiento que motivó los disparos de los dos oficiales. En huida, los jóvenes respondieron con otra balacera.
Según Biasotti, ambos tomaron sus armas reglamentarias y los chicos comenzaron a correr mientras les disparaban. Dirá que la agresión se produjo porque notaron su uniforme de oficial.
De una forma u otra, ninguno dudó. Ambos apelaron a su formación policial. Cavallo desenfundó su Browning 9 milímetros, sacó el brazo por la ventanilla de la pick up y disparó dos veces. Biasotti no se quedó atrás. Sujetó su Bersa Thunder y no le tembló el pulso: tiró tres veces. Los disparos rompieron el silencio y sacudieron la Santos Vega. Una de las balas se incrustó en la nuca de uno de los jóvenes.
Los policías alegarán que el disparo no fue directo, sino que la bala rebotó.
De una forma u otra, la víctima fue un pibe de 18 años. Le decían el Huesudo.

***

Matías Bernhardt, el Huesudo, cursaba cuarto año del secundario en la Escuela media Nº3, de Lomas del Mirador. De mediana estatura, flaco y pelo castaño con claritos rubios, el joven hacía changas y tenía habilidad para vender cualquier producto. Trabajaba sábados y domingos en El Matancero, una popular feria de ofertas ubicada en Camino de Cintura, en San Justo, en un puesto de calzado. Lo hacía de siete de la mañana a siete de la tarde.
El oficio lo aprendió de su hermana mayor, Adriana. Tenía un pequeño taller. Ella falleció dos años antes del asesinato de Matías. La pérdida lo afectó mucho y lo hizo madurar.
Desde entonces, Martín Bernhardt, su hermano mayor, fue una sólida compañía.

***

36 años, alto, flaco y pelo negro, Martín Bernhardt tiene un hablar pausado, tranquilo. Es delegado gremial en una empresa de cigarrillos y vive en Isidro Casanova, una localidad de La Matanza. Está casado y tiene dos hijos. Martín habla de su hermano y de una preocupación.
Santos Vega es una de las tantas villas de La Matanza, que se erige sobre la avenida Provincias Unidas (Ruta 3), a la altura de la localidad de Lomas del Mirador. Son más de 40 manzanas en la que viven alrededor de 5 mil habitantes, que comenzaron a llegar durante la dictadura de Juan Carlos Onganía.
Calles de tierra, pasillos angostos, señoras con changuitos, perros robustos, plazoletas, cumbia, fútbol y casas que ofician de kioscos y carnicerías son las fotografías barriales entre las que el Huesudo creció. Martín, su hermano, habla de cómo ayudó a Matías a afrontar esa realidad: la inseguridad existente a la que la juventud de un barrio –pobre- está expuesta.
-Yo creí que era un tema superado –dice, entre orgullo e incredulidad-. Fijate que, de todos los pibes que estaban ahí (la noche del asesinato de Matías), algunos tenían caídas. Matías no tenía una entrada y estaba a diez días de cumplir 19. Nunca tuvo problemas con la policía, ni con nadie.

***

La última vez que Rosa Graciela Gómez vio a su hijo con vida fue llegó de jugar a la pelota. Era tarde. El Huesudo se sacó la remera, se quitó las medias y los botines, y salió a tomar unas cervezas con sus amigos. Le dijo que iba a estar por el barrio, que se quedara tranquila. Eso hizo Graciela porque Matías no iba a ir a bailar. Cada vez que salía, recordaba aquellos programas de televisión que suelen mostrar las peleas de los jóvenes a las salidas de los. Pero, esa noche, la mujer no se preocupó.
-Después, vino la pesadilla –dirá seis años después.
La pesadilla arrancó temprano. Graciela, que en la villa es conocida como Titi, se despertó por los gritos y las corridas del barrio. Aún estaba en camisón y chancletas cuando llamaron a su puerta.
-¡Titi! ¡Titi! –la llamaron entre lágrimas-. ¡Matías!
Graciela se encontró con su hijo cuando salió a la avenida, cerca del semáforo. Tenía un tiro en la cabeza. Con otros jóvenes del barrio, lo cargó a un camión cuyo chofer ofreció ayuda. Fueron al Policlínico de San Justo. Luego, al Instituto de Haedo. Pero todo fue en vano. Matías Bernhardt murió siete horas después.

***

Desde el momento en que supo que dos policías estuvieron implicados en la muerte de su hermano, Martín Berhnardt fue quien encarnó el pedido de justicia para que el asesinato no quedara impune. Fue quien se movió, luchó, se constituyó como particular damnificado, estuvo detrás de toda pericia, y quien siguió de cerca la causa en todo momento.
Gracias a su movilización permanente, el caso fue elevado a juicio. A casi cinco años del crimen, a fines de 2011, comenzó el debate oral. Pero los plazos se alargaron. En el marco de la investigación, la fiscalía mandó a allanar varias casas de Santos Vega. En la de un conocido de Matias –el que lo cargó en el camión- se encontró un revólver. El joven tenía antecedentes penales. La reacción fue inmediata: lo procesaron por tenencia de armas de fuego. Si bien este hecho no tenía nada que ver con la muerte de Matías, las causas se unificaron. Eso demoró los plazos. El muchacho procesado, finalmente, fue absuelto.

***

Hernán Biasotti –uno de los dos oficiales federales- llegó al juicio como único imputado. El juez de garantías que elevó la causa había decidido la absolución del cabo Marcelo Cavallo por considerar que sólo fue uno quien baleó al chico. La estrategia del único acusado, entonces, giró en torno a demostrar que el oficial actuó dentro de la legítima defensa y que Santos Vega era un lugar donde habitualmente se cometían ilícitos. Que los oficiales fueron agredidos y, en el marco de un enfrentamiento con tres jóvenes, una bala mató a Matías Bernhardt.
Alejandro Bois, representante de la familia Bernhardt y abogado de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) de La Matanza, no vaciló al resaltar que, en varias partes del debate oral, el agente fiscal del juicio, Alfredo Luppino no sólo respaldó la estrategia de la defensa de Biasotti, sino que, además, “actuó como abogado defensor” del oficial. Es decir, Bois sostiene que, durante el juicio, la carga se invirtió: en lugar de Biasotti, el que estuvo sentado en el banquillo de los acusados fue el propio barrio Santos Vega. El abogado esgrime que el fiscal se empeñó más en demostrar que la villa era un lugar peligroso en el que se cometían delitos que en determinar la culpabilidad del acusado. Y que, además, durante los alegatos decidió no acusar.
-El mero hecho de ser un joven humilde y pobre parecía como si tuviera algo que ver con algún hecho ilícito –aclaró-. En todo momento se planteaba el hecho de que los chicos tenían que ver con prácticas delictuales, en vez de ser lo que eran ahí: testigos.

***

El telón, finalmente, fue descubierto. El veredicto final fue dado a conocer por el Tribunal Oral en lo Criminal Nº 3 del Departamento Judicial de La Matanza el 18 de junio de 2012. De la lectura del voto de Liliana Logroño –una de los jueces- surgieron algunas aristas:
  • Quedó confirmado que el disparo mortal fue de Biasotti.
  • Que se produjo luego de que al menos un joven apuntara en dirección a la camioneta en la que viajaban los oficiales.
  • Que en ningún momento del debate quedó demostrado que Matías o Babu estuvieran armados ni que participaran del hecho.
  • Que tampoco hubo enfrentamiento.
  • Que Biasotti continuó disparando cuando los jóvenes corrían en dirección al barrio y la supuesta peligrosidad había cesado.
  • Que “el eventual rebote que se habría producido en el disparo letal no mengua la tipicidad de la conducta”.
  • Que Biasotti actuó con una “irracionalidad total”, pues “ejerció su defensa pero contando con la preparación de un policía”.

Cinco años habían pasado para llegar a esta instancia, esperando este momento. Cinco años que se veían reducidos a sólo unos pocos minutos, aparentemente tan inofensivos, pero que definían todo.
Cinco años para escuchar un veredicto en el más vasto de los silencios.
-En mérito al resultado que arroja la votación de las cuestiones precedentemente planteadas y decididas, el Tribunal pronuncia por mayoría veredicto absolutorio respecto de Hernán Javier Biasotti.
Sólo la jueza Logroño dio un veredicto condenatorio. Consideró que el policía de la comisaría 42 de Mataderos incurrió en un “exceso en la legítima defensa”. El resto (Diana Volpicina y Gustavo Navarrine), votó por la absolución.

***

Graciela, la mamá del Huesudo, es creyente y cuenta que reza a Dios y la Virgen para que le dé voluntad para afrontar la nueva etapa de proceso y de lucha que se abrió luego de la absolución de Biasotti. Es petisa y simpática, tiene pelo negro y ofrece pan casero para acompañar el mate. Vive en la manzana 12 de la Santos Vega, en medio de callecitas donde juegan niños y niñas del barrio, y los perros robustos custodian los pasillos de la villa con sus ojos escrutadores.
Frente a ella, su hijo Martín es el encargado de cebar y coordinar la mateada. Junto con el abogado Bois, jugó una nueva carta: presentaron un Recurso de Casación Penal contra la sentencia dictada por el TOC Nº 3. La lucha y los rezos, entonces, están canalizados en esperar una sentencia favorable.
Afuera, el sol bajó. Los perros siguen ahí, recostados en los pasillos. Martín a lo único que le teme en Santos Vega es a los perros. De todas maneras, eso no le impide salir de la casa. Cruza la calle y los esquiva. Ahora lo que sigue es otra batalla ardua y lenta: luchar contra la burocracia policial y judicial para esclarecer el asesinato de su hermano.

Recuadro: La regla

Según la Coordinadora contra la represión policial e institucional (CORREPI), desde la vuelta de la democracia, hubo 3773 muertes como consecuencia de la violencia institucional.
2224 se dieron en la última década.
El 46 por ciento se debió al gatillo fácil.
Casi 2 mil víctimas fueron jóvenes menores de 25 años.
El Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) calculó que, durante 2002 y 2011, 311 personas fueron asesinadas por personal de la policía federal en la provincia de Buenos Aires.

Confieso que he sido policía

Esta es la historia de Miguel Ángel Vera, un hombre de 52 años que cuenta cómo fue su experiencia de haber pasado por la Policía Federal: desde cómo sobrevivir en el sistema, haciendo arreglos con sus jefes, hasta la violencia dentro de su propia familia.

Por Gabriela Avila


La mesa de madera es rectangular. Hay seis sillas a su alrededor. Dos en cada lado y una en los extremos. El televisor está apagado, un enorme Sanyo de los años ’90, que hace del ambiente un lugar silencioso, sereno. Es martes 23 de julio al mediodía, apenas si pasan las doce las manijas del reloj. Un día bastante caluroso a pesar de ser pleno invierno. El tinte familiar del comedor se tiñe con la luz de sol que resbala por los ventanales. Difiere de un cuartel oscuro y sombrío de calabozo. No hay, un farol brillante y amenazante; tampoco gritos. Sin embargo, esto es un verdadero confesionario.
— Sí, soy policía retirado. Pero eso sólo lo dice el papel, porque policía se nace y no se muere.
Miguel Ángel Vera es un hombre moreno de 52 años, es calvo y tiene una corona de cabello blanco, de facciones fuertes y penetrantes. Se le notan las batallas en las arrugas, es hipertenso y es ni alto ni bajo. No sabe hablar: grita. Es padre de seis hijos, cinco mujeres y un varón. Vive con su familia en la localidad de Rafael Castillo, partido de La Matanza. Mientras habla, convida mates calientes, una mezcla de criollo y guaraní con yuyitos del litoral guazú. Dice que lo calman y que es bueno para la salud.
Una de las experiencias que marcó su vida fue en los años 80, cuando salió de la escuela de la Policía Federal y se sumergió en la tarea policial en la Comisaría Distrital Este 1ª de Gregorio de Laferrere.

***

— El primer trabajo como cabo y que te la tenés que aguantar, aguantar y aguantar es atrás de los papeles. Aplastado. Pero yo no estaba atrás de los papeles, no era lo mío. Cuando tenía que hacerlo lo hacía, pero no estaba para eso. Yo trabajaba en la oficina de expedientes, tomaba denuncias, exposiciones civiles, por un lado, y por el otro se la pasaba al servicio de calle. En base a eso, ellos iban a investigar, iban a laburar.
Lo primero es el tono. Una voz rasposa y ademanes de disgusto, como si cada palabra significase un crisol de recuerdos que lo asquean. Levanta las manos en cada expresión. Cada vez que alza la voz, su mano derecha se eleva cual vieja compañera. Después la mirada, esos almendrados ojos café que se ennegrecen y disparan flechazos invisibles. Se rasca la incipiente barbilla y le cambia la cara, no por el amargo del mate, sino por lo que rememora.
Era una tarde de jueves, una como cualquiera –cualquiera dentro de la fuerza- cuando un vecino se acercó enfurecido a la comisaría para hacer una denuncia. Parecía muy molesto, entró con una mezcla de furia y ansiedad. Su motivo: un robo en su panadería. Un comercio a pocas cuadras de la estación ferroviaria de Laferrere. El hombre no perdió el tiempo y dio todos los detalles acerca del ilícito. No soltaba rasgos de piedad y escupía rabioso todo lo que había pasado. Se lo notaba muy enojado.
— Le tomé toda la descripción: negrito, peladito, ojos, sin diente, narigón, chato, chueco, dónde para con fulano, mengano, sultano ¿entendés? Pero hubo algo que me llamó la atención y no me lo tragué.
El acusado sólo tenía 14 años. ¿Qué robó? Pan. Las rodillas raspadas, la cara sucia, las manos llenas de tierra y las uñas mordidas hasta la carne. Morochito de pelo corto, la dentadura incompleta y los ojos clamando otra oportunidad. No quería plata, él sólo quería algo para darle de comer a sus hermanos. Era el más grande de cinco. Así se lo confesó el chico a Miguel. Fue fácil capturarlo en la calle.
Ahí fue donde surgió el conflicto: el denunciante quería “justicia” y lanzaba sobre el ladrón toda calamidad conocida en palabras. Quería “que lo encerraran un rato para que aprendiera”. Pero Miguel no lo permitió, entre explicaciones y gritos intentaba convencerlo de que no era un delito mayor y el niño no se merecía eso.
— ¿Cuánto fue? ¿Un kilo de pan? ¡Te lo pago yo! –le decía al denunciante.
Lo que parecía un caso común y corriente, para él, terminó siendo una discusión a gritos. El ruido de la silla apartándose de la mesa cuando se levantó de un tirón fue insoportable. Cuando se paró, metió su mano inmediatamente en el bolsillo derecho del pantalón de oficio buscando la billetera, la abrió y sacó los primeros billetes que estaban al alcance y se los tiró en la cara. Pero él, al chico, no lo iba a encerrar.
— ¿Hay tanto pelotudo suelto y voy a meter en cana a un pibito que se come los dedos porque otra cosa no conoce? ¡No! Me acuerdo re bien, me acuerdo y me hierve la sangre. Y pelotudos como el que vino a denunciar hay miles. Al malandra lo respetan ¿viste? Al pobrecito muerto de hambre le hacen la cruz. Hijos de puta.

***

Miguel se retiró de Policía en el 2006 cuando todavía trabajaba como teniente primero en la Departamental Morón por las constantes faltas y fallas que se cansó de pelear. Era como tirar cascotes a la luna en un sistema en donde si no le llevaba plata al jefe era castigado de muchas maneras: reducciones de sueldo, amenazas de encarcelamiento. Pero la jubilación recién se la dieron en el 2009. Tres años sin trabajo, ni sueldo. Tenía que conseguir plata como se podía. Algunos gajes del oficio lo mantuvieron en vilo, como contactar colegas de confianza que lo guíen cuando el sistema le cerró la puerta. Pero confundir la casa con el trabajo es algo que su mujer, Mónica, no supo cómo tolerar.
— Siempre fue así, sólo que antes no estaba tanto en casa y no se notaba. Llegaba y se acostaba a dormir, a veces todo roto venía con la cara sangrada y la ropa manchada. Se creía que yo no me daba cuenta porque venía de madrugada él. Y después no me contaba nada. “Me agarré con uno con otro”, no más me decía. Y cuando me quise acordar ya se había ido de nuevo o estaba durmiendo. Yo me encargaba de que los chicos no le molesten, chiquitos ¿viste? Sólo quieren jugar pero molestan.
Mónica tiene 49 años, entrerriana, vino a Buenos Aires a los 5 y así creció en una familia numerosa. Es madre de seis chicos, cinco mujeres y un varón, su favorito. Todos hijos de Miguel, con quien lleva ya 29 años de casada y en febrero cumplen el 30º aniversario. Tiene una remera blanca con una estampa azul de dos raquetas de tenis cruzadas y un jogging gris oscuro. Está fresco, pero ella no siente nada. Se levanta a cada rato, va a la cocina, mueve un par de platos y vuelve. Se acuerda de la hornalla prendida y la va a apagar. Le llama la atención a la nena que no se queda quieta, Ángeles, a punto de cumplir los 7. Vuelve a sentarse, con el tono verde miel en sus ojos no mira un punto fijo y prosigue.
Habla con naturalidad, en ningún momento levanta la voz, se acaricia las manos mientras deja caer las palabras. Lo único que se nota por los rebotes en la silla es que mueve las piernas de un lado a otro por debajo de la mesa. Cuando menciona a su marido enfría la voz, cuando menciona a sus hijas vuelve a sí con un tinte aniñado. Recuerda cómo fue su matrimonio y cómo reza para que alguna vez cambien. Se denomina como “ex fiel” porque cuando se casó con Miguel él le fue negando de a poco seguir asistiendo a la Iglesia que la vio crecer. Él la alejó de su familia. Él le cerró las puertas a su familia. Él le prohibió ir a visitarles, saber de sus afectos, incluso de llamarles alguna vez. Hasta hace unos pocos años, cuando se enteró del intento de suicidio de su suegra.
— ¿Fue violento?
— No, no siempre fue así. Recuerdo cuando se enojó con Daniela que no quiso ir a lavar los platos de la tarde, ella no sé qué estaba haciendo, la tarea creo. Entró y tiró el bolso en el sillón, recién venía de trabajar. Y como estaban las cosas sucias en la mesada, la mandó a lavar, no escuché bien qué dijo Dani que se le arrimó rapidísimo y le metió un bife. ¿Sabés cómo gritó? Claro chiquita, 10 tenía. Y la mandó a la pieza gritándole y le dijo que no iba a cenar por desobediente, le había trabado la puerta.
Vuelve a mirar la nada, buscando más registros mientras se sirve un mate, ya está fría el agua.
— David la re sufría también, era re chiquito y como era el único varoncito siempre le exigió. Pobrecito mi gordito, me acuerdo cuando lo castigaba haciéndole hacer miles de flexiones de brazo apoyado sobre los nudillos. Le sangraba la manito, lloraba. Y cuando lloraba mientras estaba haciendo flexiones, le pisaba la espalda gastándolo. No me acuerdo cuántos años tendría, 13 o 14.

***

Nunca quiso plasmar su nombre en las actas y exposiciones civiles, ni en las cartas procedimentales. Él sólo se encargaba de la mano de obra. Como en uno de los casos que resolvió por cuenta propia. Al recibir la denuncia del caso de violación de una mujer y escuchar las palabras “borceguíes negros de cordones largos”, comenzó a sospechar de uno de sus colegas. Comenzó seguir cada movimiento de su sospechoso, a seguirlo y esperarlo cuanto fuera necesario para luego capturarlo.
— Por allá venía un negro caminando ahí, un vigilante, y entonces voy allá voy y le meto caño. ¡Uniformado eh! Él estaba uniformado yo no, “no, no, no. Yo soy policía” me dice. Quedate tranquilo que yo también soy policía pero quiero preguntarte dos o tres cositas.
Ante la resistencia del sospechoso la fuerza bruta no se hizo esperar. Una vez que lo llevó a patadas a la comisaría se encontró con un problema mayor, el comisario. Éste le recriminó lo hecho y lo trató de loco por haberle puesto las esposas a un policía y por eso iba a ir a la cárcel.
Pero su olfato no había fallado. Enviaron al efectivo bajo sospecha al cuarto de reconocimiento y la mujer afirmó que había sido él.
Y así con muchos casos más. Como la detención y posterior exilio de un narcotraficante en los suburbios de Laferrere, con quien mantuvo una extensa charla a puños y patadas. Recuerda cómo volvió esa madrugada a su casa con la remera blanca empapada en sangre y la nariz rota, pero que cumplió con lo que tenía que hacer. Lo único que siempre le significó una piedra en el zapato fue la relación con sus superiores.
— Donde están vendiendo droga, tres patrulleros están ahí comiendo de joda, con ellos. Yo la verdad que si se volviese, hubiese un cambio radical, una nueva política, hubiera un cambio de cosas, y yo me meto, vuelvo.

***

Miguel nació en una casa precaria de Rafael Castillo. El documento dice que fue el 21 de enero de 1962, pero su abuela le dijo que nació antes de esa fecha. Todavía lo duda. En medio de la villa, en donde el barro le llegaba al techo, las cuadras eran extensas y había descampados, los caminos de tierra. El asfalto era mala palabra, y la seguridad una utopía de Tomás Moro. Sus padres, hijos del Paraguay.
Miguel los recuerda bien, y cada vez que menciona a su mamá, esos ojos llenos de rencor se convierten en lagunas, su voz de hielo en una suave brisa de verano. Él era el más grande de 8, nunca tuvo un plato de comida todos los días, unas zapatillas nuevas, ropa limpia, ni una caricia. De muy pequeño, siempre fue apegado a su madre, ella lo amaba, sólo ella. Su padre solía volver borracho las noches de farra, y esas eran casi todas. Volvía y golpeaba a su mujer como si nada, religiosamente la hostigaba y hería. Él tan pequeño, no lo podía soportar y se entrometía para que dejase de hacerlo. No podía soportar ver a su madre llorar, ver a su madre sufrir. Y así fue como una noche terminó con la cadera rota por una patada fuerte que le dio su padre. Pasó mucho tiempo antes de que volviera a caminar. Cuando logró ponerse de pie, siguió con la rutina: levantarse a las 5 de la mañana y hacerle mate al padre, que si no lo hacía lo golpeaba o lo levantaba con un baldazo de agua fría. Luego salía a juntar huesos para el puchero de la cena. Al recordar el pasillo que atravesaba de su casa a la calle, menciona las travesías laberínticas en donde tenía que esquivar peleas familiares de los vecinos y los cuerpos apuñalados que quedaban tirados como si nada. Así una y otra vez, rodeado de masacres y delincuencia, hasta que a los 19 años se unió a la Policía.