Esta es la
historia de Miguel Ángel Vera, un hombre de 52 años que cuenta cómo
fue su experiencia de haber pasado por la Policía Federal: desde
cómo sobrevivir en el sistema, haciendo arreglos con sus jefes,
hasta la violencia dentro de su propia familia.
Por Gabriela Avila
La mesa de madera es
rectangular. Hay seis sillas a su alrededor. Dos en cada lado y una
en los extremos. El televisor está apagado, un enorme Sanyo de los
años ’90, que hace del ambiente un lugar silencioso, sereno. Es
martes 23 de julio al mediodía, apenas si pasan las doce las manijas
del reloj. Un día bastante caluroso a pesar de ser pleno invierno.
El tinte familiar del comedor se tiñe con la luz de sol que resbala
por los ventanales. Difiere de un cuartel oscuro y sombrío de
calabozo. No hay, un farol brillante y amenazante; tampoco gritos.
Sin embargo, esto es un verdadero confesionario.
— Sí, soy policía
retirado. Pero eso sólo lo dice el papel, porque policía se nace y
no se muere.
Miguel Ángel Vera
es un hombre moreno de 52 años, es calvo y tiene una corona de
cabello blanco, de facciones fuertes y penetrantes. Se le notan las
batallas en las arrugas, es hipertenso y es ni alto ni bajo. No sabe
hablar: grita. Es padre de seis hijos, cinco mujeres y un varón.
Vive con su familia en la localidad de Rafael Castillo, partido de La
Matanza. Mientras habla, convida mates calientes, una mezcla de
criollo y guaraní con yuyitos del litoral guazú. Dice que lo calman
y que es bueno para la salud.
Una de las
experiencias que marcó su vida fue en los años 80, cuando salió de
la escuela de la Policía Federal y se sumergió en la
tarea policial en la Comisaría Distrital Este 1ª de Gregorio de
Laferrere.
***
— El primer
trabajo como cabo y que te la tenés que aguantar, aguantar y
aguantar es atrás de los papeles. Aplastado. Pero yo no estaba atrás
de los papeles, no era lo mío. Cuando tenía que hacerlo lo hacía,
pero no estaba para eso. Yo trabajaba en la oficina de expedientes,
tomaba denuncias, exposiciones civiles, por un lado, y por el otro se
la pasaba al servicio de calle. En base a eso, ellos iban a
investigar, iban a laburar.
Lo primero es el
tono. Una voz rasposa y ademanes de disgusto, como si cada palabra
significase un crisol de recuerdos que lo asquean. Levanta las manos
en cada expresión. Cada vez que alza la voz, su mano derecha se
eleva cual vieja compañera. Después la mirada, esos almendrados
ojos café que se ennegrecen y disparan flechazos invisibles. Se
rasca la incipiente barbilla y le cambia la cara, no por el amargo
del mate, sino por lo que rememora.
Era una tarde de
jueves, una como cualquiera –cualquiera dentro de la fuerza- cuando
un vecino se acercó enfurecido a la comisaría para hacer una
denuncia. Parecía muy molesto, entró con una mezcla de furia y
ansiedad. Su motivo: un robo en su panadería. Un comercio a pocas
cuadras de la estación ferroviaria de Laferrere. El hombre no perdió
el tiempo y dio todos los detalles acerca del ilícito. No soltaba
rasgos de piedad y escupía rabioso todo lo que había pasado. Se lo
notaba muy enojado.
— Le tomé toda la
descripción: negrito, peladito, ojos, sin diente, narigón, chato,
chueco, dónde para con fulano, mengano, sultano ¿entendés? Pero
hubo algo que me llamó la atención y no me lo tragué.
El acusado sólo
tenía 14 años. ¿Qué robó? Pan. Las rodillas raspadas, la cara
sucia, las manos llenas de tierra y las uñas mordidas hasta la
carne. Morochito de pelo corto, la dentadura incompleta y los ojos
clamando otra oportunidad. No quería plata, él sólo quería algo
para darle de comer a sus hermanos. Era el más grande de cinco. Así
se lo confesó el chico a Miguel. Fue fácil capturarlo en la calle.
Ahí fue donde
surgió el conflicto: el denunciante quería “justicia” y lanzaba
sobre el ladrón toda calamidad conocida en palabras. Quería “que
lo encerraran un rato para que aprendiera”. Pero Miguel no lo
permitió, entre explicaciones y gritos intentaba convencerlo de que
no era un delito mayor y el niño no se merecía eso.
— ¿Cuánto fue?
¿Un kilo de pan? ¡Te lo pago yo! –le decía al denunciante.
Lo que parecía un
caso común y corriente, para él, terminó siendo una discusión a
gritos. El ruido de la silla apartándose de la mesa cuando se
levantó de un tirón fue insoportable. Cuando se paró, metió su
mano inmediatamente en el bolsillo derecho del pantalón de oficio
buscando la billetera, la abrió y sacó los primeros billetes que
estaban al alcance y se los tiró en la cara. Pero él, al chico, no
lo iba a encerrar.
— ¿Hay tanto
pelotudo suelto y voy a meter en cana a un pibito que se come los
dedos porque otra cosa no conoce? ¡No! Me acuerdo re bien, me
acuerdo y me hierve la sangre. Y pelotudos como el que vino a
denunciar hay miles. Al malandra lo respetan ¿viste? Al pobrecito
muerto de hambre le hacen la cruz. Hijos de puta.
***
Miguel se retiró de
Policía en el 2006 cuando todavía trabajaba como teniente primero
en la Departamental Morón por las constantes faltas y fallas que se
cansó de pelear. Era como tirar cascotes a la luna en un sistema en
donde si no le llevaba plata al jefe era castigado de muchas
maneras: reducciones de sueldo, amenazas de encarcelamiento. Pero la
jubilación recién se la dieron en el 2009. Tres años sin trabajo,
ni sueldo. Tenía que conseguir plata como se podía. Algunos gajes
del oficio lo mantuvieron en vilo, como contactar colegas de
confianza que lo guíen cuando el sistema le cerró la puerta. Pero
confundir la casa con el trabajo es algo que su mujer, Mónica, no
supo cómo tolerar.
— Siempre fue así,
sólo que antes no estaba tanto en casa y no se notaba. Llegaba y se
acostaba a dormir, a veces todo roto venía con la cara sangrada y la
ropa manchada. Se creía que yo no me daba cuenta porque venía de
madrugada él. Y después no me contaba nada. “Me agarré con uno
con otro”, no más me decía. Y cuando me quise acordar ya se había
ido de nuevo o estaba durmiendo. Yo me encargaba de que los chicos no
le molesten, chiquitos ¿viste? Sólo quieren jugar pero molestan.
Mónica tiene 49
años, entrerriana, vino a Buenos Aires a los 5 y así creció en una
familia numerosa. Es madre de seis chicos, cinco mujeres y un varón,
su favorito. Todos hijos de Miguel, con quien lleva ya 29 años de
casada y en febrero cumplen el 30º aniversario. Tiene una remera
blanca con una estampa azul de dos raquetas de tenis cruzadas y un
jogging gris oscuro. Está fresco, pero ella no siente nada. Se
levanta a cada rato, va a la cocina, mueve un par de platos y vuelve.
Se acuerda de la hornalla prendida y la va a apagar. Le llama la
atención a la nena que no se queda quieta, Ángeles, a punto de
cumplir los 7. Vuelve a sentarse, con el tono verde miel en sus ojos
no mira un punto fijo y prosigue.
Habla con
naturalidad, en ningún momento levanta la voz, se acaricia las manos
mientras deja caer las palabras. Lo único que se nota por los
rebotes en la silla es que mueve las piernas de un lado a otro por
debajo de la mesa. Cuando menciona a su marido enfría la voz, cuando
menciona a sus hijas vuelve a sí con un tinte aniñado. Recuerda
cómo fue su matrimonio y cómo reza para que alguna vez cambien. Se
denomina como “ex fiel” porque cuando se casó con Miguel él le
fue negando de a poco seguir asistiendo a la Iglesia que la vio
crecer. Él la alejó de su familia. Él le cerró las puertas a su
familia. Él le prohibió ir a visitarles, saber de sus afectos,
incluso de llamarles alguna vez. Hasta hace unos pocos años, cuando
se enteró del intento de suicidio de su suegra.
— ¿Fue violento?
— No, no siempre
fue así. Recuerdo cuando se enojó con Daniela que no quiso ir a
lavar los platos de la tarde, ella no sé qué estaba haciendo, la
tarea creo. Entró y tiró el bolso en el sillón, recién venía de
trabajar. Y como estaban las cosas sucias en la mesada, la mandó a
lavar, no escuché bien qué dijo Dani que se le arrimó rapidísimo
y le metió un bife. ¿Sabés cómo gritó? Claro chiquita, 10 tenía.
Y la mandó a la pieza gritándole y le dijo que no iba a cenar por
desobediente, le había trabado la puerta.
Vuelve a mirar la
nada, buscando más registros mientras se sirve un mate, ya está
fría el agua.
— David la re
sufría también, era re chiquito y como era el único varoncito
siempre le exigió. Pobrecito mi gordito, me acuerdo cuando lo
castigaba haciéndole hacer miles de flexiones de brazo apoyado sobre
los nudillos. Le sangraba la manito, lloraba. Y cuando lloraba
mientras estaba haciendo flexiones, le pisaba la espalda gastándolo.
No me acuerdo cuántos años tendría, 13 o 14.
***
Nunca quiso plasmar
su nombre en las actas y exposiciones civiles, ni en las cartas
procedimentales. Él sólo se encargaba de la mano de obra. Como en
uno de los casos que resolvió por cuenta propia. Al recibir la
denuncia del caso de violación de una mujer y escuchar las palabras
“borceguíes negros de cordones largos”, comenzó a sospechar de
uno de sus colegas. Comenzó seguir cada movimiento de su sospechoso,
a seguirlo y esperarlo cuanto fuera necesario para luego capturarlo.
— Por allá venía
un negro caminando ahí, un vigilante, y entonces voy allá voy y le
meto caño. ¡Uniformado eh! Él estaba uniformado yo no, “no, no,
no. Yo soy policía” me dice. Quedate tranquilo que yo también soy
policía pero quiero preguntarte dos o tres cositas.
Ante la resistencia
del sospechoso la fuerza bruta no se hizo esperar. Una vez que lo
llevó a patadas a la comisaría se encontró con un problema mayor,
el comisario. Éste le recriminó lo hecho y lo trató de loco por
haberle puesto las esposas a un policía y por eso iba a ir a la
cárcel.
Pero su olfato no
había fallado. Enviaron al efectivo bajo sospecha al cuarto de
reconocimiento y la mujer afirmó que había sido él.
Y así con muchos
casos más. Como la detención y posterior exilio de un
narcotraficante en los suburbios de Laferrere, con quien mantuvo una
extensa charla a puños y patadas. Recuerda cómo volvió esa
madrugada a su casa con la remera blanca empapada en sangre y la
nariz rota, pero que cumplió con lo que tenía que hacer. Lo único
que siempre le significó una piedra en el zapato fue la relación
con sus superiores.
— Donde están
vendiendo droga, tres patrulleros están ahí comiendo de joda, con
ellos. Yo la verdad que si se volviese, hubiese un cambio radical,
una nueva política, hubiera un cambio de cosas, y yo me meto,
vuelvo.
***
Miguel nació en una
casa precaria de Rafael Castillo. El documento dice que fue el 21 de
enero de 1962, pero su abuela le dijo que nació antes de esa fecha.
Todavía lo duda. En medio de la villa, en donde el barro le llegaba
al techo, las cuadras eran extensas y había descampados, los caminos
de tierra. El asfalto era mala palabra, y la seguridad una utopía de
Tomás Moro. Sus padres, hijos del Paraguay.
Miguel los recuerda
bien, y cada vez que menciona a su mamá, esos ojos llenos de rencor
se convierten en lagunas, su voz de hielo en una suave brisa de
verano. Él era el más grande de 8, nunca tuvo un plato de comida
todos los días, unas zapatillas nuevas, ropa limpia, ni una caricia.
De muy pequeño, siempre fue apegado a su madre, ella lo amaba, sólo
ella. Su padre solía volver borracho las noches de farra, y esas
eran casi todas. Volvía y golpeaba a su mujer como si nada,
religiosamente la hostigaba y hería. Él tan pequeño, no lo podía
soportar y se entrometía para que dejase de hacerlo. No podía
soportar ver a su madre llorar, ver a su madre sufrir. Y así fue
como una noche terminó con la cadera rota por una patada fuerte que
le dio su padre. Pasó mucho tiempo antes de que volviera a caminar.
Cuando logró ponerse de pie, siguió con la rutina: levantarse a las
5 de la mañana y hacerle mate al padre, que si no lo hacía lo
golpeaba o lo levantaba con un baldazo de agua fría. Luego salía a
juntar huesos para el puchero de la cena. Al recordar el pasillo que
atravesaba de su casa a la calle, menciona las travesías
laberínticas en donde tenía que esquivar peleas familiares de los
vecinos y los cuerpos apuñalados que quedaban tirados como si nada.
Así una y otra vez, rodeado de masacres y delincuencia, hasta que a
los 19 años se unió a la Policía.