martes, 10 de julio de 2012

Trabajo, luego no existo


En Argentina, una de cada 5 mujeres recurre al servicio doméstico como salida laboral. Mientras el 85% se desempeña en negro, el resto lo hace en blanco. Sin embargo, ambos mundos continúan siendo deficitarios.

Por Victoria Malagueño

 
Una escoba, una palita, un trapo de piso. Los ojos de Rosita se encendían.
-“Vamos a jugar”, la animaba Ana.
Con la inocencia a flor de piel, la nena de ojos grandes y castaños tomaba la escoba y barría por horas.  Para ese entonces, limpiar era el momento más feliz de su vida.
Rosa tenía tan sólo 8 años cuando fue entregada a su maestra, una mujer de 40 que prometió a su padre que la  “educaría”. Con ocho hijos y la pobreza entrando por cada rincón de sus vidas, José aceptó.
Limpiar, baldear, cocinar y hacer los mandados eran las actividades que Rosa debía llevar a cabo en casa de su maestra. Actividades que desempeñaría hasta los 15 años, edad en que quedó embarazada de quien sería el padre de sus cinco hijos y con quien se marcharía a Buenos Aires con una panza de seis meses.
Aquella mañana, Ana vio el cuarto vacío y jamás volvió saber nada de su alumna.
Trabajo, luego no existo
Tiempo después, la virgen La milagrosa asoma por su cuello moreno. Tiene el cabello y las uñas cortas y  un acento tucumano que no la abandona aunque ya hace 50 años que dejó su pueblo de origen.
“Llegué acá, conocí a la María, una basurera que no tenía hijos y buen ella me dio de vivir”.
María había tomado un terreno abandonado en El Palomar y fue allí donde su hija del corazón levantaría una casilla para ella y su familia.
En un abrir y cerrar de ojos, Rosa tenía cinco bocas para alimentar y un marido alcohólico que no aportaba más que inconvenientes. Era hora de buscar empleo.
 “Llegué y lo único que sabía era limpiar, nunca supe hacer otra cosa”.
Comenzó así a  trabajar en casas vecinas como empleada doméstica, pasando a formar parte del 85 % de trabajadoras que se desempeña en negro, según el informe “Situación del Trabajo en Casas Particulares” del CEMyT (Centro de Estudios Mujeres y Trabajo).
“Llevaba a los chicos conmigo, hacían la tarea, a veces hacían lío. Ellos crecieron viendo a la madre limpiar, ya no quiero más esto”.
Rosa representa a una de cada 5 mujeres que, estadísticamente, debe recurrir al trabajo doméstico como salida laboral.
Actualmente, jubilada como ama de casa, sigue desarrollando su labor en cinco hogares, mientras que por las noches trabaja como dama de compañía de Doña Esmeralda, una española de 85 años.
“Me gusta ir allá, con la viejita charlamos mucho aunque a veces estoy tan cansada que me quedo dormida mientras me habla”, dice entre risas.
A las 6 de la mañana  ya está en su casa nuevamente. Allí la esperan dos de sus hijos que todavía viven con ella. Antes de llegar, Rosa ya sabe que si la noche anterior Marisa tomó la medicación, la mañana será tranquila, sino, es probable que como mínimo termine tirándole algo por la cabeza. El psiquiatra diagnosticó esquizofrenia. Sin importar lo que suceda con su hermana, José Luis hablará poco y preparará sus cosas para salir. Aunque tiene sólo un brazo, se las ingenia para trabajar como peluquero a domicilio. Antes de abrir la puerta, tomará 15 pesos de la lata para comprar algo de pan y unos patys. Gastará en este almuerzo más que el valor de hora de trabajo de su madre.
La señora que me ayuda
Son las 7 de la mañana. Rosita abre la puerta del garaje tratando de no hacer ruido. Esther, la dueña de casa, se levantará más tarde.
Mientras baldea, “la señora” siempre le alcanza un mate. Charlan de la vida, de los hijos. Al terminar el horario, le dará la bolsa de pan y facturas además de algunas prendas que ya no usa. Porque sabe cómo vive, porque necesita, porque le da mucha pena. Rosa sale apurada ya que la próxima parada será la casa de Claudia.
 Rubia teñida, regordeta y de tez anaranjada es a la única “señora” que le cobra 18 pesos la hora y lo hace porque según ella “la gorda y el marido ganan bien”.  Fue en casa de ella donde Rosa se quebró la muñeca izquierda tras caerse mientras limpiaba el ventilador. Su patrona se hizo cargo de todos los gastos médicos aunque obvió algunas sugerencias con respecto al reposo: debido a que “la casa se le venía abajo”. Una semana más tarde  y enyesada, Rosa ya estaba baldeando su vereda, pero tiempo después, su brazo le pasaría factura.
Son las 10 de la noche y camina de vuelta a casa sintiendo el día húmedo en sus rodillas. Al llegar dejará las bolsas y empezará a preparar la cena.
Abre la heladera. Sonríe. Se emociona. Pegada en la puerta está la foto de Zaira, su nietita de seis años que sonriente posa acostada en la playa. Tiene casi la misma edad de su abuela cuando empezó a trabajar.
Trabajo en blanco
No muy lejos de allí, Carmen revuelve la sopa por décima vez, mientras piensa qué deuda pagará primero, cuándo arreglará los baches de humedad en la pieza de los chicos, cuándo podrá visitar a su hermana. Finalmente decide tomar el caldo, pero ya está frío y verdaderamente poco importa.
Antes de acostarse, tomará un analgésico y pasará por la pieza de sus hijos para mirarlos dormir: dos hombrecitos cuyos rostros le recuerdan a alguien a quien amó y una nenita de cuerpo fornido que le refleja a la niña que algún día fue. Suspira, los besa y apaga el velador. Pocas horas después el despertador la llamará para empezar de nuevo.
Es ella una mujer alta, de rulos azabaches, manos grandes y uñas largas (que en algún momento fueron rojas)
- Hasta que me muera voy a usar guantes, pero las uñas no me las corto. Se ríe con ganas, pero conserva la mirada cansada. 42 años y doce de empleada doméstica carga sobre sus espaldas.
 ¿Qué si hice otras cosas antes? Claro, pero bueno no me alcanzaba.
30 centavos por cocer el cuello de una camisa, la mitad por arreglar un ojal. Ella dirá que gracias a esas changas pudo criar a sus tres hijos,  encerrada en casa por horas, pero con los chicos. De manera que cuando crecieron empezó a limpiar por hora.
Es Carmen, al igual que Rosa, parte del 80% de empleadas domésticas que vive en estado precario y cuenta sólo con estudios secundarios incompletos (según Informe de la Subsecretaria de Programación Técnica y Estudios Laborales). Aunque a diferencia de ella, ya hace dos años que trabaja en blanco. Carmen pertenece al 15% que es amparada por una normativa que data de 1956 y que considera “asalariadas del servicio doméstico a aquellas empleadas sin retiro o quienes trabajan como mínimo 16 horas semanales distribuidas en cuatro días para el mismo empleador”.
Baldear, limpiar, encerar son las actividades por las que cobra $1.657,50 trabajando 8 hs. de lunes a viernes. Los fines de semana, hará changuitas en casa de sus vecinas y siempre tendrá en su cartera el librito con el que venderá cosméticos por encargo.
Carmen dirá que fin de mes nunca llega, que las cosas están caras pero que por lo menos tiene trabajo. Y por lo menos alguien la blanqueó después de tantos años.
-Yo mucho no entiendo, pero mi jefa hace todo bien, hasta obra social tengo ahora. Lo único que, bueno, viajo mucho pero tengo obra social y eso nunca me había pasado.
Carmen vive en Merlo, pero para poder acceder a los servicios de salud que ofrece O.S.P.A.C.P (Obra Social del Personal Auxiliar de Casas Particulares) debe viajar hasta Once: recorrido que hace una vez al año para realizar su chequeo completo ya que, en caso de urgencias, sabe que la guardia del hospital más cercano la sacará de apuros. Recordará que sus tres hijos nacieron en hospitales, dirá que la atención fue muy buena y se conformará con esta explicación.
Por estar en blanco, a Carmen también le corresponden vacaciones pagas, aguinaldo y jubilación; aunque la normativa  no prevé licencia por maternidad, ni seguro por riesgos de trabajo. Ella dirá que sus vacaciones poco le sirven para descansar ya que se terminan extinguiendo mientras limpia en casas vecinas. Con respecto al tan ansiado aguinaldo dirá que casi ni ve los billetes todos juntos ya que se va en deudas y más deudas y que la jubilación es un sueño lejano que aún no sueña.  Omitirá que añora conocer el mar junto a sus hijos, con pintar su casa alguna vez, con jubilarse y no tener que depender de nadie.
Es tal vez, el sueño de Carmen, el de Rosa, María, Juana, Marcela: aproximadamente 1 millón de mujeres que según la ley ofrecen un “servicio”, que por el momento no es considerado un trabajo. Mujeres que comparten el oficio y el cansancio, pero también la esperanza de que ni sus hijas ni sus nietas lo hereden.

Adopciones, el punto débil de la Ley de Matrimonio Igualitario.


Eduardo y Alberto, una pareja homosexual con tres chicos adoptivos y ganas de casarse. Ana y Romina, recién casadas, con una hija y planes de adoptar. Ambas historias demuestran cómo la Ley de Matrimonio Igualitario no garantiza aún todas las respuestas necesarias para generar una auténtica igualdad. 

Por Felipe Foppiano

 
Cuando Eduardo estacionó su coche en la puerta de aquel hogar de niños en Monte Grande, suspiró. Sabía que le esperaba un proceso de adopción largo y tortuoso. Adoptaría como soltero y ocultando su condición de homosexual. Alberto, su pareja desde hace varios años, tampoco existiría en el expediente. Estaba decidido. Desde hacía varios días, en su cabeza sólo había lugar para Leandro, de apenas tres años y, de seguro, infectado con VIH. Sus padres biológicos padecían de ese virus.

Eduardo y Alberto habían hablado sobre la posibilidad de adoptar en algún momento. “Teníamos la idea de adoptar a un chico que lo necesitara, pero nos acercamos al hogar sin ninguna intención de adoptarlo precisamente a él”. El proyecto de un hijo era para ellos una idea difusa hacia el futuro. Pero tomar contacto con la situación de Leandro, solo y enfermo, generó un apuro febril en Eduardo, que Alberto no alcanzó a comprender bien.

“Pasamos ese fin de semana con Leandro, se integró a la familia y provocó un shock emocional en todos”. Aún no había sido aprobada la Ley de Matrimonio Igualitario, pero Eduardo ya hablaba de “familia”.
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A sus 45 años, Ana ya había abandonado las esperanzas de encontrar una compañera. Su divorcio fue complicado. Salir del clóset una vez casada creó un terremoto familiar que la alejó de muchos que, ante esto, mostraron la hilacha del prejuicio. “Menos mal que no tuvieron hijos”, fue lo último que escuchó de esos parientes. Irónicamente, Ana compartía esa opinión.
Todavía estaba sola cuando la necesidad de ser madre se le hizo imperiosa. “No sé qué me pasó, sólo pensaba en tener una hija. Lo deseaba como nunca antes había deseado nada”, cuenta Ana. A los 46 años, soltera y lesbiana, ese sueño no iba a resultar sencillo. “Nunca pensé en algún tratamiento de fertilización, donantes de esperma ni todas esas cosas”. El proceso de adopción fue largo. Además de las trabas burocráticas, Ana debió soportar más críticas de sus conocidos. “Lo que no soportaban -explica Ana -era la idea de que una mujer lesbiana pudiera ser madre, y además de una hija. No sé, creerían que le iba a ‘enseñar’ a ser gay”.
Años más tarde, la adopción de la bebé pudo finalmente concretarse. Hoy, Paloma tiene 4 años. Madre e hija disfrutan de una relación sana, de mutuo aprendizaje. Pero el proceso iba a traer más sorpresas: apareció Romina y, junto a ella, la posibilidad de tener una compañera de vida. 
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A la voluntad de adopción de Eduardo y Alberto, le esperaba una dura prueba. Leandro no venía solo. Junto a Alejo de 5 años y Gabriela de 2, conformaban un trío de hermanos que no deseaban separarse. La discusión en la pareja se hizo agria. Una adopción triple de niños, posiblemente portadores del VIH, estaba demasiado lejos de lo que habían soñado. “Nunca van a darle tres hermanos enfermos a un hombre soltero”, argumentaba Alberto. “¿Ah, sí? ¿Creés que hay muchos matrimonios peleándose por adoptarlos?”, retrucaba Eduardo, siempre más decidido. La relación con Alberto se tornaba cada vez más distante.
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Romina, de 42 años, es funcionaria judicial. Ella tuvo a cargo los estudios medioambientales de adopción de Paloma. Así conoció a Ana. En algún momento, la fría mirada profesional de Romina fue cediendo en favor de otros ojos. “Lo que me conmovió fue su enorme determinación por ser madre. La valentía para encararlo sola  no siendo ya tan joven”, evoca Romina. Aunque eso no sería lo único. “Me identifiqué con su historia. Yo supe que era gay a los 14, pero a los 21 me casé, siguiendo el mandato familiar. Romper ese matrimonio no fue fácil”. Según confiesa, una insuficiencia congénita en las trompas de falopio desató una crisis que dio un buen argumento para disolver el matrimonio, ocultando los verdaderos motivos. “Estaba sola, pero al menos era yo misma, hasta que conocí a Ana”, dice Romina.
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Contra todo pronóstico, unos meses antes de concretar la adopción, sucedió el milagro: “Supimos que Alejo, Leandro y Gabriela no eran portadores del virus”, recuerda Eduardo. Una amplia sonrisa y un brillo especial en los ojos señalan lo que años atrás fue llanto y euforia. Eduardo y Alberto lloraron, se abrazaron y rieron durante un largo rato, desandando la distancia que se había instalado entre ellos.
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“Por su parte, mi hija Paloma se lleva muy bien con Romina”, cuenta Ana, mientras mira a la niña que juega en el patio. Entre ellas se formó un vínculo especial, una relación de confianza y cercanía muy parecida a la de una madre y una hija. “Quizás las visitaba algo más de lo que me obligaba el juzgado”, acota Romina componiendo una sonrisa pícara, que Ana devuelve, cómplice.

Zonas grises de la ley

Desde aquella histórica madrugada del 15 de julio de 2010, la Argentina es el primer país de América Latina en legalizar el matrimonio entre personas del mismo sexo. La ley llegó para que uniones como la de Eduardo y Alberto; como la de Ana y Romina, y tantos otros, puedan alcanzar la misma dignidad que cualquier matrimonio convencional. Aunque todavía, en materia de adopciones, le quedan algunos puntos por resolver.
La abogada Carolina Von Opiela, experta que asistió legalmente a la primera pareja homosexual de la Argentina que logró casarse, explica estas falencias. “Cuando se dio el debate de la ley de Matrimonio Igualitario, había algunos artículos importantes que luego, al negociarse los votos, se fueron descartando”. Muchos de esos artículos aludían a  las adopciones. Y ése es, precisamente, el problema que enfrentan hoy Ana y Romina. Se casaron a los pocos días de sancionada la ley y hoy están deseosas de adoptar otro hijo. Como funcionaria de un juzgado, Romina conoce los enredos de la situación. “Paloma está inscripta con el  apellido de Ana. Para la ley, yo no existo en su vida, aunque con Ana estemos casadas”. En efecto, la ley de Matrimonio Igualitario no les permite inscribir a la niña como hija de ambas, pero ése no es el único problema. “Si ahora adoptamos como un matrimonio, nuestro segundo hijo tendría ambos apellidos. Por lo tanto, una identidad diferente a la de su hermana”. Von Opiela opina que “es terrible, porque esos chicos no tendrán  los mismos derechos y encima sufrirán un conflicto de identidad, y la identidad familiar es algo que la Ley de Matrimonio pretende resguardar en forma expresa”. Sin embargo, la doctora agrega que “por suerte, ya existe un proyecto de decreto de necesidad y urgencia que plantea la igualdad de la identidad para el anterior hijo respecto del nacido bajo la ley de Matrimonio Igualitario”.
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Existen además otros factores de discriminación para los cuales una ley no puede ofrecer una respuesta adecuada. Como botón de muestra, Eduardo cuenta la problemática planteada con una docente de Leandro. Una maestra que “seguramente sabe a través de los chicos cuál es mi orientación sexual, porque yo nunca les pedí que mintieran”, explica. La maestra estuvo los últimos meses haciendo pedidos triviales respecto de cambios en los colores del forro de los cuadernos y en los útiles solicitados desde principios del año escolar. “Se dedicó a hacerme la vida imposible”. Eduardo entiende que “el problema de esta maestra es el prejuicio con mi elección sexual, que evidentemente, asocia al degeneramiento. Ella tiene la certeza de que yo abuso de Leandro”. En una de las reuniones de padres, la docente dio a entender que “iba a intervenir en el juzgado donde estoy tramitando la adopción”. Pero finalmente no hizo nada y Eduardo priorizó que sea una buena docente, ya que “Leandro está teniendo buenos resultados”.
Hoy, con el proceso de adopción cerca de finalizar, Eduardo prefiere no casarse con Alberto hasta que salga la paternidad plena. “Temo alguna zancadilla judicial”, explica. Y agrega: “yo adopté como soltero, pero Alberto crió a estos chicos conmigo desde el principio. Ahora, aunque nos casemos, él no tendría ningún vínculo legal hacia ellos”. Es por este tipo de casos que Carolina Von Opiela postula la necesidad de “una reforma integrada del Código Civil”. “Nuestro Código es un sobreviviente del siglo XIX. Lo que resta es modificar el régimen de filiación y el régimen de adopción.

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Mientras tanto, los sentimientos se abren paso entre los fríos e impersonales textos legales. Los actos de amor, que las leyes no comprenden, batallan desde siempre por su derecho a existir. Las organizaciones de homosexuales informaron que recibieron datos de 177 parejas en todo el país en situación similar a la que viven Eduardo, Alberto, Ana y Romina. Y cada día se suman más. Juntas, forman un torrente incontenible que va rompiendo los diques de las leyes, del prejuicio, de los dogmas.
Amar, ser felices, formar una familia. Metas de vida que es justo que todos puedan luchar por alcanzar en forma igualitaria.

Infancia sin “salitas”


A partir de la puesta en marcha de la Asignación Universal por Hijo, la matrícula del nivel inicial aumentó en gran medida en la Provincia. Sin embargo, la cantidad de niños inscriptos sobrepasa ampliamente la disponibilidad de salas de jardín. A pesar de la obligatoriedad que establece la ley,  más de 20 mil chicos de cuatro años ven frustradas sus ilusiones de transitar la infancia en un establecimiento educativo. 

Por Carolina Ramos

 

Cuando Ezequiel abrió su cuaderno forrado en azul a lunares y se encontró con hojas blancas con más de una decena de rayas negras a lo ancho, no supo qué hacer. Miró a su alrededor. Sus compañeros, sentados en otros bancos en mesas de a dos, tomaban con facilidad el lápiz entre sus dedos.
-          Abrimos el cuaderno, día lunes, y escribimos nuestro nombre.
La maestra Inés, pelo corto y sonrisa simpática, los observa desde el frente del aula del Instituto Parroquial Santos Ángeles Custodios en Ituzaingó.
Ezequiel se volvió a su hoja. ¿Cómo garabatear algo en ese espacio tan diminuto que hay entre línea y línea? Escribir sobre eso que llaman “renglón” era más difícil de lo que imaginaba. De hecho, Ezequiel tampoco sabía escribir su nombre. Ezequiel nunca fue al jardín.
“En el prescolar se trabaja achicando cada vez más los espacios. Empiezan con hojas grandes y lisas, para cuando llegan a primer grado, donde se encuentran con un cuaderno que tiene renglones. A los que no van al jardín les cuesta muchísimo eso”, explica Inés. La reducción de  espacios no se nota sólo en las hojas: también en el aula misma. Las grandes mesas redondas con varias sillas alrededor quedan atrás. Los chicos se sientan de a pares, mirando al frente, donde está la maestra.
Pese a que la Ley de Educación Provincial 13.688, en el marco de la Ley Nacional de Educación 26.206, establece como obligatoria la asistencia a las salas de 4 y 5 años, Ezequiel es una de las tantas excepciones. “No hay vacantes” fue la respuesta. Ezequiel es uno de los 24.197 chicos de la provincia de Buenos Aires que no asistieron a sala de 4. También forma parte de los 21.560 niños que tampoco fueron a sala de 5.
Suena el timbre. Los chicos corren al patio del recreo en tropel. Ezequiel llega después que el resto. Solitario, observa desde un banco. Los chicos juegan en grupos. Hay un líder, que es el que “dirige” a los demás y elige los juegos. Cada uno ocupa un rol.
La importancia del jardín de infantes radica en “aprender a socializarse, y poder detectar anormalidades tempranamente”. El fin último: “evitar fracasos en la primaria”. Por eso, en octubre de 2009, el decreto 1602/09, más conocido como Asignación Universal por Hijo, vendría a revolucionar las matrículas escolares.
Cincuenta jardines y dos en pronta inauguración hay en el distrito de Merlo. Sin embargo, “en este momento tenemos aproximadamente 3 mil chicos en lista de espera, de tres, cuatro y cinco años”, puntualiza la Inspectora de Nivel Inicial del partido de Merlo, Mariel Sulpizii.
-          Eze, ¿por qué no vas a jugar con los chicos?
El niño agacha su cabeza y se larga a llorar; Inés lo consuela. Los chicos forman fila para subir las escaleras de regreso al aula. Aunque algo desordenados, logran acomodarse uno detrás del otro. Ezequiel no obedece. Se aparta, disperso. 
 “Nosotras, como maestras, tenemos que hacer todo un trabajo aparte con ese chico”, asevera la maestra.
El problema de las vacantes varía según se trate de sala de cuatro o de cinco. Sí, cuatro es obligatoria también -explica Sulpizii- pero como cinco es la última oportunidad que tienen de transitar el nivel, se prioriza 5 años, y en segunda instancia, 4 años”.
En el artículo 24 de la Ley Provincial, se habla de “jardines de infantes, para niños de tres a cinco años de edad inclusive, siendo los dos últimos años obligatorios”. En el 26, se establece que “el Estado provincial garantiza la universalización del nivel (de cuatro), en el sentido de entender esta universalización como la obligación por parte del Estado de asegurar su provisión (…) garantizando la igualdad de oportunidades para los niños que allí concurran”.
Para Paula, directora de un jardín de San Antonio de Padua, lo principal está en adquirir normas institucionales, distintas a las familiares. Para Lidia, directora del nivel primario, la clave se encuentra en respetar las consignas, los tiempos, aprender a escuchar y a convivir.
En un documento elaborado por la Dirección de Información y Estadística en enero de 2009, los números del nivel inicial en la Provincia ponen en señal de alerta a la comunidad educativa (ver Las salas más críticas de la Provincia). A pesar de algunas iniciativas para crear más jardines, en Florencio Varela, hace tres años, el 33,4 por ciento de los chicos de 4 años se quedaron afuera del sistema. En Esteban Echeverría fue el 32,6, y en Marcos Paz, el 29,1. La lista de los municipios más críticos continúa con Tres de Febrero, donde este drama afectó al 29,3 por ciento de los niños, mientras que en Merlo éstos fueron el  27,8.
En contrapartida a la escasez de salas de cuatro, la capacidad sobrepasada en las salas de cinco genera un verdadero problema para las maestras. Merlo es un caso emblemático en este sentido. “En realidad –informa Sulpizii- por la nueva normativa, debería haber 25 chicos por sala, que corresponden a una maestra. Pero debido a la gran demanda que nosotros tenemos en el distrito, tenemos entre 30 y 33 chicos por sala”.
En este municipio,  en 2008, el 61,5 por ciento de las salas no cumplía con esta normativa. Sin embargo, la cifra parece menor si se la compara con General Las Heras, donde nada menos que el 80 por ciento de los jardines presentaba esta irregularidad. En Florencio Varela, el porcentaje alcanza el 72,1 por ciento, y en San Vicente, el 62,9.
El recreo quedó atrás, y es hora de estudiar. En la vuelta al aula, Ezequiel agarra la cartuchera y desparrama los lápices, la goma, la regla. No puede concentrarse. En la escuela primaria hay tiempos.  Más tiempos de trabajo y cada vez menos de juego.
***
A unas cuantas cuadras de distancia del colegio de Ezequiel, en el jardín Caperucita Roja de San Antonio de Padua, la jornada de Lauti empezó, como todas las mañanas, con la ronda de intercambio.
-          A ver quién me quiere contar qué hizo en su casa.
Con una voz que destila música en cada palabra, la señorita Carla forma parte de una ronda de treinta chicos ansiosos por hablar. Sentado en forma de indio, Lauti escuchó atentamente las anécdotas de sus compañeros.
Después, Carla les leyó una poesía: “El preguntón”.
Cuando alguna cosa
quiero yo saber,
a todos les pregunto:
¿Por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?

Los pequeños no pueden desayunar sin antes lavarse las manos. Tras tomar un mate cocido bien caliente, Lauti acomodó las sillas rojas de su mesa, que había compartido con otros compañeros. Sabe que después se viene el tiempo para el juego.
¿Por qué cambia la Luna?
¿Por qué hay un solo Sol?
¿Por qué brillan las estrellas?
¿Por qué vuela el avión?

La ronda que abre todas sus clases en la sala de cuatro es fundamental para fomentar el habla, ampliar el vocabulario y aprender a escucharse. “Además ayuda a interpretar el intercambio pregunta-respuesta, y hasta sirve para ver cómo los chicos arman la estructura de una oración”, detalla Carla.
¿Por qué miran mis ojos?
¿Por qué tengo dos manos?
¿Por qué en los piececitos
ponemos los zapatos?

El reclamo de los padres
¿Qué deben hacer los padres que no consiguen inscribir a sus hijos en el jardín de infantes? “El responsable adulto de ese nene va al Consejo Escolar y ahí tienen que dar una respuesta”, explica la Asistente Social Gabriela Marán, especialista en primera infancia y situaciones de vulnerabilidad.
“El Consejo Escolar –agrega- sería el organismo inmediato para resolver, mediante el inspector que corresponde; después sigue Dirección General de Escuelas y así, el Ministerio de Educación”. Ambas leyes (nacional y provincial) confieren a los padres el derecho a reclamar salas de jardín en sus lugares de residencia en el caso de que este servicio no esté totalmente garantizado.
Tras ordenar cada juguete en su lugar, la señorita Carla armó de nuevo la ronda dentro de la sala. Esta vez, los acompañó “Tito”, un títere con forma de león. Con él, los chicos aprendieron que todos los niños tienen derecho a tener una vivienda digna. Ya habían aprendido el derecho a tener un nombre y a alimentarse. Esta vez, cada niño pasó al pizarrón para dibujar sobre una cartulina naranja todas las cosas que tiene una casa, dividida en comedor, cocina, baño y pieza: la futura casa de “Tito”. Para poder pasar al frente, la condición es sentarse bien, “con la cola en el piso”. La jornada de Lauti terminó tras este nuevo aprendizaje. Mientras tanto, a Ezequiel le queda un largo camino por recorrer.
Para que este mundo
pueda yo entender
por favor, no me respondan:
“no sé, no sé, no sé”.

Recuadro
Las salas más críticas de la Provincia
Chicos de 4 años que quedan afuera del sistema educativo inicial
  • Florencio Varela: 33,4%
  • Esteban Echeverría: 32,6%
  • Tres de Febrero: 29,3%
  • Merlo: 27,8%
  • Marcos Paz: 29,1%
  • San Miguel: 26,3%

Jardines que no cumplen con el máximo de 25 alumnos por sala
  • General Las Heras: 80%
  • Florencio Varela: 72,1%
  • San Vicente: 62,9%
  • Merlo: 61,5%
  • Municipio de La Costa: 59,3%
  • Ramallo: 57,9%

Fuente: Caracterización del nivel inicial de la provincia de Buenos Aires en sus aspectos social y educativo para la creación de nuevos establecimientos. Documento de trabajo elaborado por la Dirección de Información y Estadística, enero de 2009.