Eduardo
y Alberto, una pareja homosexual con tres chicos adoptivos y ganas de casarse.
Ana y Romina, recién casadas, con una hija y planes de adoptar. Ambas historias
demuestran cómo la Ley de Matrimonio Igualitario no garantiza aún todas las
respuestas necesarias para generar una auténtica igualdad.
Por Felipe Foppiano
Cuando
Eduardo estacionó su coche en la puerta de aquel hogar de niños en Monte
Grande, suspiró. Sabía que le esperaba un proceso de adopción largo y tortuoso.
Adoptaría como soltero y ocultando su condición de homosexual. Alberto, su
pareja desde hace varios años, tampoco existiría en el expediente. Estaba
decidido. Desde hacía varios días, en su cabeza sólo había lugar para Leandro,
de apenas tres años y, de seguro, infectado con VIH. Sus padres biológicos
padecían de ese virus.
Eduardo
y Alberto habían hablado sobre la posibilidad de adoptar en algún momento.
“Teníamos la idea de adoptar a un chico que lo necesitara, pero nos acercamos
al hogar sin ninguna intención de adoptarlo precisamente a él”. El proyecto de
un hijo era para ellos una idea difusa hacia el futuro. Pero tomar contacto con
la situación de Leandro, solo y enfermo, generó un apuro febril en Eduardo, que
Alberto no alcanzó a comprender bien.
“Pasamos ese fin de semana con
Leandro, se integró a la familia y provocó un shock emocional en todos”. Aún no
había sido aprobada la Ley de Matrimonio Igualitario, pero Eduardo ya hablaba
de “familia”.
***
A sus 45 años, Ana ya había abandonado
las esperanzas de encontrar una compañera. Su divorcio fue complicado. Salir
del clóset una vez casada creó un terremoto familiar que la alejó de muchos
que, ante esto, mostraron la hilacha del prejuicio. “Menos mal que no tuvieron
hijos”, fue lo último que escuchó de esos parientes. Irónicamente, Ana
compartía esa opinión.
Todavía estaba sola cuando la
necesidad de ser madre se le hizo imperiosa. “No sé qué me pasó, sólo pensaba
en tener una hija. Lo deseaba como nunca antes había deseado nada”, cuenta Ana.
A los 46 años, soltera y lesbiana, ese sueño no iba a resultar sencillo. “Nunca
pensé en algún tratamiento de fertilización, donantes de esperma ni todas esas
cosas”. El proceso de adopción fue largo. Además de las trabas burocráticas,
Ana debió soportar más críticas de sus conocidos. “Lo que no soportaban
-explica Ana -era la idea de que una mujer lesbiana pudiera ser madre, y además
de una hija. No sé, creerían que le iba a ‘enseñar’ a ser gay”.
Años más tarde, la adopción de
la bebé pudo finalmente concretarse. Hoy, Paloma tiene 4 años. Madre e hija
disfrutan de una relación sana, de mutuo aprendizaje. Pero el proceso iba a
traer más sorpresas: apareció Romina y, junto a ella, la posibilidad de tener
una compañera de vida.
***
A la voluntad de adopción de Eduardo y Alberto, le
esperaba una dura prueba. Leandro no venía solo. Junto a Alejo de 5 años y
Gabriela de 2, conformaban un trío de hermanos que no deseaban separarse. La
discusión en la pareja se hizo agria. Una adopción triple de niños,
posiblemente portadores del VIH, estaba demasiado lejos de lo que habían
soñado. “Nunca van a darle tres hermanos enfermos a un hombre soltero”,
argumentaba Alberto. “¿Ah, sí? ¿Creés que hay muchos matrimonios peleándose por
adoptarlos?”, retrucaba Eduardo, siempre más decidido. La relación con Alberto
se tornaba cada vez más distante.
***
Romina, de 42 años, es funcionaria
judicial. Ella tuvo a cargo los estudios medioambientales de adopción de
Paloma. Así conoció a Ana. En algún momento, la fría mirada profesional de
Romina fue cediendo en favor de otros ojos. “Lo que me conmovió fue su enorme
determinación por ser madre. La valentía para encararlo sola no siendo ya tan joven”, evoca Romina. Aunque
eso no sería lo único. “Me identifiqué con su historia. Yo supe que era gay a
los 14, pero a los 21 me casé, siguiendo el mandato familiar. Romper ese
matrimonio no fue fácil”. Según confiesa, una insuficiencia congénita en las
trompas de falopio desató una crisis que dio un buen argumento para disolver el
matrimonio, ocultando los verdaderos motivos. “Estaba sola, pero al menos era
yo misma, hasta que conocí a Ana”, dice Romina.
***
Contra todo pronóstico, unos meses
antes de concretar la adopción, sucedió el milagro: “Supimos que Alejo, Leandro
y Gabriela no eran portadores del virus”, recuerda Eduardo. Una amplia sonrisa
y un brillo especial en los ojos señalan lo que años atrás fue llanto y
euforia. Eduardo y Alberto lloraron, se abrazaron y rieron durante un largo
rato, desandando la distancia que se había instalado entre ellos.
***
“Por su parte, mi hija Paloma se
lleva muy bien con Romina”, cuenta Ana, mientras mira a la niña que juega en el
patio. Entre ellas se formó un vínculo especial, una relación de confianza y
cercanía muy parecida a la de una madre y una hija. “Quizás las visitaba algo
más de lo que me obligaba el juzgado”, acota Romina componiendo una sonrisa
pícara, que Ana devuelve, cómplice.
Zonas
grises de la ley
Desde
aquella histórica madrugada del 15 de julio de 2010, la Argentina es el primer
país de América Latina en legalizar el matrimonio entre personas del mismo
sexo. La ley llegó para que uniones como la de Eduardo y Alberto; como la de
Ana y Romina, y tantos otros, puedan alcanzar la misma dignidad que cualquier
matrimonio convencional. Aunque todavía, en materia de adopciones, le quedan
algunos puntos por resolver.
La abogada
Carolina Von Opiela, experta que asistió legalmente a la primera pareja
homosexual de la Argentina que logró casarse, explica estas falencias. “Cuando
se dio el debate de la ley de Matrimonio Igualitario, había algunos artículos
importantes que luego, al negociarse los votos, se fueron descartando”. Muchos
de esos artículos aludían a las
adopciones. Y ése es, precisamente, el problema que enfrentan hoy Ana y Romina.
Se casaron a los pocos días de sancionada la ley y hoy están deseosas de
adoptar otro hijo. Como funcionaria de un juzgado, Romina conoce los enredos de
la situación. “Paloma está inscripta con el
apellido de Ana. Para la ley, yo no existo en su vida, aunque con Ana
estemos casadas”. En efecto, la ley de Matrimonio Igualitario no les permite
inscribir a la niña como hija de ambas, pero ése no es el único problema. “Si
ahora adoptamos como un matrimonio, nuestro segundo hijo tendría ambos
apellidos. Por lo tanto, una identidad diferente a la de su hermana”. Von
Opiela opina que “es terrible, porque esos chicos no tendrán los mismos derechos y encima sufrirán un
conflicto de identidad, y la identidad familiar es algo que la Ley de
Matrimonio pretende resguardar en forma expresa”. Sin embargo, la doctora
agrega que “por suerte, ya existe un proyecto de decreto de necesidad y
urgencia que plantea la igualdad de la identidad para el anterior hijo respecto
del nacido bajo la ley de Matrimonio Igualitario”.
***
Existen
además otros factores de discriminación para los cuales una ley no puede ofrecer
una respuesta adecuada. Como botón de muestra, Eduardo cuenta la problemática planteada con una docente de Leandro.
Una maestra que “seguramente sabe a través de los chicos cuál es mi orientación
sexual, porque yo nunca les pedí que mintieran”, explica. La maestra estuvo los
últimos meses haciendo pedidos triviales respecto de cambios en los colores del
forro de los cuadernos y en los útiles solicitados desde principios del año
escolar. “Se dedicó a hacerme la vida imposible”. Eduardo entiende que “el
problema de esta maestra es el prejuicio con mi elección sexual, que
evidentemente, asocia al degeneramiento. Ella tiene la certeza de que yo abuso
de Leandro”. En una de las reuniones de padres, la docente dio a entender que
“iba a intervenir en el juzgado donde estoy tramitando la adopción”. Pero
finalmente no hizo nada y Eduardo priorizó que sea una buena docente, ya que
“Leandro está teniendo buenos resultados”.
Hoy, con el
proceso de adopción cerca de finalizar, Eduardo prefiere no casarse con Alberto
hasta que salga la paternidad plena. “Temo alguna zancadilla judicial”,
explica. Y agrega: “yo adopté como soltero, pero Alberto crió a estos chicos
conmigo desde el principio. Ahora, aunque nos casemos, él no tendría ningún
vínculo legal hacia ellos”. Es por este tipo de casos que Carolina Von Opiela
postula la necesidad de “una reforma integrada del Código Civil”. “Nuestro
Código es un sobreviviente del siglo XIX. Lo que resta es modificar el régimen
de filiación y el régimen de adopción.
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Mientras
tanto, los sentimientos se abren paso entre los fríos e impersonales textos
legales. Los actos de amor, que las leyes no comprenden, batallan desde siempre
por su derecho a existir. Las organizaciones de homosexuales informaron que recibieron
datos de 177 parejas en todo el país en situación similar a la que viven
Eduardo, Alberto, Ana y Romina. Y cada día se suman más. Juntas, forman un
torrente incontenible que va rompiendo los diques de las leyes, del prejuicio,
de los dogmas.
Amar, ser
felices, formar una familia. Metas de vida que es justo que todos puedan luchar
por alcanzar en forma igualitaria.