Cochabamba – Buenos Aires es una
ruta migratoria cada vez más frecuente y poco conocida. Edson y Janet llegaron
a Buenos Aires con la promesa de un trabajo “seguro y estable”. Se encontraron
con un taller clandestino que les retuvo gran parte de sus ganancias en
concepto de alimentos y vivienda. La historia de una familia que no reconoce
las condiciones de trabajo esclavo.
Por Ariel Roger Medina Candia
Decidir migrar fue la parte más fácil del viaje. Sin
embargo, Edson y Janet Zurita comprendieron muy pronto que no podían llevar su
vida en dos bolsos. Por lo tanto, dejaron 15 años de ventas en el mercado de
Cochabamba, Bolivia y “encargaron” los cuidados de su hija de 11 años a la
abuela paterna. Según sus planes, una vez instalados en su nuevo trabajo en
Buenos Aires la familia se reuniría otra vez. Buenos Aires les ofrecería una
vida mejor.
Aferrados a la promesa de un “trabajo seguro y estable” y
con dinero prestado, viajaron alrededor de 44 horas. El tiempo y el sacrificio
poco importaban: aún les resonaban las palabras de su primo Marco que radicado
en Buenos Aires, les hablaba de la “abundante” Argentina. Dueño de un “próspero”
taller de costura, solía remarcar, la ausencia de “gente trabajadora” y sobre
todo “la buena plata” que aguardaba ser ganada, como así también, la
posibilidad de ayudarlos para radicarse, ya que él llevaba quince años viviendo
en el país. Olvidó aclarar que su taller
funcionaba clandestinamente y que sus costureros dejaban el puesto a los seis meses
de llegar.
Trabajadores se exportan
La familia Zurita integró el 23% de bolivianos que migran
por razones laborales. Además confirma datos estadísticos que reflejan que dos de cada tres familias cochabambinas tiene
familiares en el exterior del país, según una investigación realizada por el
Consejo Interuniversitario de la
Comunidad francesa de Bélgica (CIUF) y el Concejo de
Planificación y Gestión de Cochabamba (CEPLAG).
El viaje de esta familia resultó algo más que una búsqueda de oportunidades. La ruta Cochabamba-Buenos
Aires es poco conocida. Pero esta ciudad
boliviana exporta mano de obra a otras partes del mundo.
Las mujeres van a España e Italia porque en esos países se demanda
personal para el cuidado del hogar, de niños y de ancianos. Los hombres, en
cambio, son más solicitados en Brasil, Argentina y Estados Unidos para trabajar
en rubros del comercio y la construcción. En tanto, los graduados
universitarios encuentran en Chile un salario adecuado a sus espectativas.
Buenos Aires es el destino preferido para la migración
familiar por la cercanía relativa, el costo del viaje y porque la mayoría tiene
“conocidos” que los alientan, ofreciéndoles casa y, en ocasiones, un trabajo
asegurado. Lo que no garantiza
condiciones laborales adecuadas ni residencia en condiciones de legalidad.
Edson yJanet forman parte de esta ruta continua que
incrementó sus viajeros desde la
recuperación de la crisis del 2001 en Argentina. La Embajada y el Consulado
Boliviano carecen de estadísticas sobre la cantidad de ciudadanos que ingresan
a trabajar a la Argentina y, por tal motivo, consideran dificultoso iniciar un programa masivo de “repatriación”
impulsado por el gobierno de Evo Morales. Esto se debe a que la mayoría ingresa
con visa turista para luego adquirir la “precaria” y trabajar estacionalmente
en un proceso de ida y vuelta, un fenómeno que estalló en 2008.
Taller clandestino “entre familia”
Buenos Aires impresionó a los Zuritda desde su llegada. La
ciudad, las autopistas y los edificios los asombraron. Pero no fue lo único. La
primera sorpresa fue entender que Lomas de Zamora no encajaba con los relatos
del lugar “céntrico y tranquilo” contado por Marco. El próspero taller resultó
ser una antigua casona. La habían acondicionado para que sirva como
alojamiento. Y aún había más…
Diez, once y hasta doce horas pasaba frente a la “Overlock”.
Esa mesa rectangular de casi un metro de largo servía como máquina de coser,
mesa para las comidas y lugar de descanso esporádico. “Las mujeres tenemos más
habilidad para la ‘Over’, porque es una máquina que va cortando la tela a
medida que costura”, explica Janet.
Edson, por su parte, usó la “recta”, como todos los hombres
del taller, una máquina de costura que sólo cosía sin cortar. De este modo,
cada imprecisión o falla podía corregirse sin necesidad de desechar el
material.
Su jornada iniciaba
entre las 5 y las 6 de la mañana, dependiendo de su ánimo para hacer dinero. El
pago se realizaba por prenda. Cada una podía valer entre 80 centavos hasta
cuatro pesos, en el mejor de los casos (todo depende de la complejidad de la
pieza).
“Los domingos salíamos a pasear si nos iba bien en la semana”.
Cada uno podía cobrar entre doscientos y seiscientos pesos, pero a esa suma se le descontaban los gastos de “vivienda y alimentos”, según el
cálculo del dueño – jefe del taller.
“Yo vine traído por
familia. Entonces no podía irme tan rápido, iba a ser un desplante”, recuerda
Edson. De este modo, pasó seis meses junto a su esposa en el taller clandestino
de Banfield, partido de Lomas de Zamora.
La ley argentina tipifica esas condiciones laborales como
“trabajo esclavo”, estableciendo sanciones a los promotores de estas prácticas
como así también a todo aquel que participe de forma indirecta como cómplice.
Pero en este taller no existen los elementos fundamentales
para que la justicia pueda intervenir de oficio. Nadie controla la salida ni el
ingreso de los trabajadores. Las puertas se mantienen siempre abiertas, sin
estar cerradas. Tampoco se controla la producción ni se exige una cantidad
estipulada. “Es familia”, dice Edson. Este vínculo es un fuerte mandato en la
cultura Boliviana. Quizás por eso nadie denuncia, y las peleas y reclamos se
mantienen al margen.
El primo lejano de la familia prometió la tramitación de la
documentación argentina correspondiente para la radicación definitiva. Se
limitó a sacar “la precaria”, una documentación válida por 190 días que
autoriza a los migrantes a trabajar durante ese tiempo.
Tres meses pasaron y “la precaria” se venció. La tramitación
del DNI nunca continuó: ahora sí eran oficialmente “ilegales”. “Marco tenía
todos nuestros papeles. Si le preguntábamos, se hacía al sonso, dejaba pasar”,
comenta Janet. Los meses transcurrieron.
La llegada de Aida, su hija, los apuraba. Pronto la familia se reencontraría y
no había avances en la situación legal de los padres.
La ley 25.871 establece
los deberes y obligaciones de los migrantes que arriban al suelo argentino.
Pero también los protege de este tipo de prácticas. Las penas llegan hasta los
4 años para todos aquellos que promuevan o retengan documentaciones ajena y
entorpezcan la regularización de los extranjeros.
A pesar de contar con todos los elementos necesarios para
realizar una denuncia, Edson decidió “salir por las buenas”, según sus palabras,
aunque reconoce que tuvo que decirle que lo iba a denunciar para que le
devuelva los papeles.
Aida, la salida y la
ilegalidad
Con 12 años recién cumplidos y pocas sonrisas, llegó Aida a
Buenos Aires acompañada por un familiar que también había sido arrestado por
las falsas promesas del taller de Marco. Pisó suelo argentino para reencontrarse
con sus padres y así fue.
Edson y Janet la recibieron en un dormitorio alquilado en
Pompeya y con una situación económica medianamente estabilizada gracias a la venta ambulante de mercadería. Estaban ansiosos por ver a “su
hijita”. Pero ella no era la misma que habían despedido en Bolivia.
Mira desde lejos a la nada: prefiere esperar sentada del
otro lado de las prendas en el puesto de turno. Sola y sin hablar. La gente que
pasa la esquiva e intenta no pisarla. Sus padres parecen ignorarla hasta que
pronuncian su nombre que demanda la atención de algún posible cliente.
A tres mil kilómetros de su hogar continúan con su oficio,
pero esta vez infringiendo la ley, aunque
con un saldo positivo por los ingresos obtenidos, a pesar de la precaria
actividad. Con frecuencia les confiscan la mercadería por infringir el código
contravencional de la Ciudad. El tiempo les enseñó a evadir muchos controles y
también la legalidad. Los padres atienden a los turistas, Aida ayuda pero
parece no reaccionar. No hay llanto, ni risa: están en Buenos Aires y a ella le
da igual.