Enseñar
y aprender no siempre adquieren el mismo significado en todos los contextos
sociales. La escuela primaria de la villa Carlos Gardel, de jornada extendida,
ofrece un marco de contención con actividades para desarrollar el potencial de
los niños en situación de riesgo.
Por María Inés Testa
Cerca de las ocho de la mañana, un grupo de chicos atraviesa el potrero
lindante. Pasan el portón marrón y llegan hasta la puerta del lugar. Tocan
el timbre. La puerta se abre y les da
paso al amplio patio. Antes de ocupar sus pupitres, una taza de mate cocido
aguarda por ellos en el comedor.
La escuela se llama “Profesor Alejandro Posadas”; o simplemente Escuela Primaria Nº 109, ubicada en la localidad de Villa
Sarmiento, partido de Morón. Hacia un costado, en
dirección a la autopista del Oeste, se encuentra el
Hospital Posadas. Y hacia el otro lado, en los fondos de la escuela, se levanta
el barrio Carlos Gardel. Hasta hace
un tiempo el asentamiento se extendía entre los edificios
monoblocks y las casitas precarias. Hoy, tras un plan de urbanización, se ven viviendas de uno o dos pisos que
exhiben sus fachadas en verde, rosa o amarillo.
Al barrio la mayoría lo llama “la villa”. La misma villa que cada tanto sale en las
noticias luego de algún allanamiento policial. Una
irrupción en medio de la noche que causa revuelo e
incertidumbre. Entonces, el sueño de los vecinos se altera,
pero saben que al amanecer su rutina debe continuar.
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Sandra Vargas, de vivaces
ojos marrones, transita los cuarenta y pico, veintitrés de ellos como docente. Llena de expectativas,
llegó a la escuela 109 en 1997. Hoy, se mantiene al
frente del sexto grado. En este establecimiento escolar, la jornada es de ocho
horas en el día, o sea, extendida.
De primero a sexto grado,
cada aula está a cargo de una maestra. Y la cantidad de
alumnos es reducida: alrededor de quince por curso. No todos, pero sí la gran parte de los chicos vive en el barrio Carlos Gardel. Sandra también creció y continúa viviendo allí junto a su familia. Dentro del salón de clase ella es testigo de las dificultades
que a muchos de los niños y niñas les toca atravesar en su vida cotidiana.
Consigo traen el desánimo que le producen los
conflictos dentro de su entorno. El salón de clase se vuelve, así, un espacio de contención.
—Todos tienen una cualidad
diferente para desarrollar, y viene cada uno con su don; eso hay que mostrarlo
porque vienen muy desvalorizados.
Para Sandra, sería necesario que las familias estuviesen más presentes. Recuerda que hubo reuniones de
entrega de boletines donde concurrieron dos o tres padres solamente, y muchos
chicos “no
pudieron enterarse de sus calificaciones”.
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En la escuela el techo es
bajo. Hay un patio interno amplio que recibe la luz del sol. Las paredes son de
un tono ocre un tanto descolorido. Tras el almuerzo un grupo de chicos se reúne alrededor de un televisor. El aula es pequeña y se los nota a todos muy atentos. Están viendo Rancho
aparte, una película argentina. La actividad forma parte de la
clase de teatro que tienen cada semana. Lo que harán luego es debatir en conjunto sobre qué les interesó del film. Las docentes consideran que los
chicos necesitan expresarse. Para eso, también practican redacción, que se refleja en las poesías que quedarán plasmadas en distintos afiches.
Este año, además de este taller de teatro, se implementó el de diseño gráfico. Hay una sala de
computación que fue creada hace una década con el aporte de máquinas de algunas docentes y de vecinos de la
comunidad. Recién este año se actualizaron un poco: tienen un aula móvil con netbooks del plan estatal Conectar Igualdad, una especie de armario con rueditas que va pasando de salón en salón, según el día que le corresponda a cada curso.
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Un muchacho parado en la
esquina da una pitada a un cigarrillo de marihuana. Al verla llegar esconde el
cigarrillo rápidamente detrás de su torso y le dice: “hola, seño”.
Sandra se encuentra con estas escenas cuando
vuelve a su vecindario.
La maestra comenta que al
terminar la primaria, las opciones que se le presentan a la juventud del barrio
son acotadas: permanecer estudiando o salir a delinquir. Atrapados en esta
dicotomía, los jóvenes definen su camino para poder vivir o
sobrevivir. Hay jóvenes que llegan a adquirir una profesión. Muchos salen a buscar trabajo, y sucede que las puertas se les cierran
cuando muestran su dirección. Y otros no logran escapar
del rotulo de “pibe chorro".
—Si les mostramos las opciones no sé si es mas fácil, pero me parece que una se queda mas
tranquila si le mostrás el panorama completo, no
solamente lo que te toca por donde vivís. Yo creo que no nacemos marcados.–remarca Sandra.
Esta situación ocurre en el barrio pero también es reflejo de una problemática social que alcanza todos los rincones del
país, lo que los especialistas en educación han denominado la generación “ni –ni”.
En los últimos diez años aumentó el número de personas de 15 a 24 años que no estudian, no trabajan, ni están buscando un empleo. El segmento está representado por el 10 y el 15 % de la población juvenil del país, según informes elaborados a partir de los datos del
Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC).
Mientras que un estudio
realizado por el Observatorio de la
Deuda Social de la Universidad Católica Argentina indica que la cifra se
extendería a un 25%.
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En el exterior de la escuela hay un mural
colorido que intenta recrear una imagen del barrio: gente que saluda desde las
ventanas y chicos jugando en las veredas. El mural esta firmado por los alumnos
que lo realizaron. Mientras la tarde transcurre, el canto de las aves se oye
con claridad y el viento mece las ramas
de unos pinos altísimos que se ubican cerca. Dos chicos de unos
diez años gambetean con una pelota cerca de un mástil, sin bandera a la vista. Y tres niñas se turnan para saltar la soga. Cuando la
merienda está lista, una de las maestras avisa. Todos
entran. La
jornada del día está casi por finalizar.