Cómo es lucrar con la
muerte. Entretelones de una funeraria familiar de Villa Lugano que
desde hace años se dedica a este particular oficio, vive situaciones
surreales y gana mucho dinero.
Por Juan Gauna
La
luna blanca -fría- ilumina a un grupo de personas que fuma sin parar
en la calle. Miran hacia arriba, como rememorando viejos momentos.
Están apoyados en una pared, al lado de la puerta de un elegante
garaje. Dentro de ese garaje se exhiben sobre caballetes, tres
coronas adornadas de flores. Están atadas con bandas de color lila
con letras doradas. Una dice “Tus hijos”, la otra “Tus nietos”
y la última “Tu esposo”.
En
el fondo de la cochera, hay más personas, en su mayoría vestidas de
ropas oscuras como sotanas de sacerdote. Algunas charlan de manera
nerviosa, otras lloran y también hay quienes simplemente permanecen
en silencio. Es una casa velatoria, donde la familia y amigos se
despiden de esa madre, abuela y esposa que fue Cándida.
El
ataúd está abierto. Su esposo, la contempla. Ha estado allí desde
que el velatorio empezó. De pronto, un hombre serio y una mujer
uniformada -empleados del lugar- se acercan al
viudo y le murmuran unas palabras al oído. La mujer se para delante
de la puerta y dice con voz firme:
– Bueno,
los que quieran despedirse, tienen 5 minutos más.
Luego
del tiempo pautado, el empleado cierra el ataúd. Al rato, un cortejo
fúnebre acompaña los restos hasta la carroza. Luego todos se suben
a sus autos y se dirigen a la Chacarita, donde se encuentra uno de
los cementerios más grandes de la Ciudad de Buenos Aires, junto con
el de la Recoleta y el del barrio de Flores.
Doce
horas antes, cuando Cándida murió, una maquinaria industrial se
puso en marcha para que la familia pudiera despedirse de ella, para
que su cuerpo estuviera intacto varias horas, y, una semana después,
ellos recibieran una urna con sus cenizas. El negocio detrás del
ataúd.
***
El
cuerpo de Cándida fue recibido por la funeraria Tomás Iarlori e
Hijo s. c., una casa de servicios fúnebres que acapara el 80% de los
decesos de los barrios porteños de Villa Lugano y Villa Riachuelo,
incluyendo las villas 3, 15, 19 y 20 y los barrios Los Piletones y
Piedrabuena.
La
funeraria pertenece a la familia de Tomás Iarlori, quien fundó la
compañía de sepelios que lleva su nombre. Es recordado como uno de
los vecinos más prestigiosos de Lugano. Luego la heredaría su único
hijo, Carlos. Hoy está a cargo de Marcelo y Patricio, hijos de
Carlos y nietos de Tomás. Marcelo es profesor tanatólogo (encargado
de la preparación de los cuerpos para el velatorio y el entierro) y
Director Funeral. Patricio es administrador general y cochero. Los
acompaña desde hace 22 años, Graciela, la empleada más antigua,
que hace las veces de coordinadora general, junto con otros cocheros,
sepultureros y tanatoestéticos.
No
es un trabajo sencillo el de las funerarias. Una vez que ocurrió la
muerte de esta señora, de clase media del barrio de Villa Riachuelo,
su marido se acercó a la compañía de servicios fúnebres a
solicitar un sepelio con velatorio y responso. A las dos horas, una
ambulancia fue a buscarla al hospital. Durante unas horas permaneció
en la morgue de la clínica. Después del reconocimiento por parte de
algún familiar, la compañía llenó los formularios de admisión y
retiró el cuerpo de Cándida.
Una
vez que el cadáver llegó al local, empezó la tanatopraxia. Este
proceso ayuda a que el cuerpo se conserve con un aspecto lo más
natural posible mediante técnicas químicas, maquillajes y buen
talento para tapar las huellas de la muerte. Se lava y se desinfecta
para evitar propagar enfermedades. Allí se descubre gracias a la
autopsia médica si el paciente tuvo alguna enfermedad o infección.
-A
veces, las familias se enteran allí que su familiar sufría SIDA,
cáncer o alguna enfermedad infecto contagiosa- dice mientras sonríe
Marcelo. -A mí no me impresiona, desde muy chico estuve metido en
estas prácticas.-
El
proceso de la tanatoestética o preparación a la que será sometida
Cándida, consiste en taponar la nariz y la boca, que después será
suturada desde adentro. Además se los afeita, se le emprolijan las
cejas, se le quitan las ojeras, se disimulan los hematomas con
maquillaje especial, se los peina y viste. Después se los coloca en
el féretro y se le hace un maquillado final.
Marcelo
cuenta que ellos tienen un mecanismo más amoroso que en otras
empresas:
cuando
el cuerpo no entra en el ataúd, no se lo fuerza ni se le rompen los
huesos. Los cadáveres son masajeados hasta donde el cuerpo lo
permita, no se los fuerza para que entren en el ataúd.
La
tanatopraxia sólo se reconoce como profesión en Canadá y Francia,
donde está la escuela más prestigiosa del mundo. En Argentina, la
mayoría son médicos forenses o personas que heredaron el oficio de
sus familias.
Además
del servicio estético, el paquete puede incluir: realización de
trámites civiles y eclesiásticos, suministro
de cofres, sala
velatoria, inhumación,
cremación, arreglos florales, cintas, libros recordatorios, tarjetas
y cortejos.
En
el caso de que Cándida hubiese sido víctima de una enfermedad como
el SIDA, cáncer de piel, o hubiese muerto por un accidente de
tránsito, el velatorio habría sido a cajón cerrado.
***
La
puerta de la funeraria, de vidrio blíndex con picaporte de bronce
lustrado, se encuentra en la esquina de Avenida Riestra y Cañada de
Gómez, en el barrio porteño de Lugano. El despacho tiene fotos
antiguas en blanco y negro del barrio. Al lado hay una puerta abierta
que da a un cuarto lleno de modelos de ataúdes. Algunos tienen una
cruz, otros la cara de Jesucristo y otros sólo las manijas. En una
mesa que hace de escritorio, un montón de títulos y reconocimientos
a la familia Iarlori y una inscripción que dice:
“Reyes,
héroes y ricos…
Todos
terminan en un ‘Aquí yace…’”
No
todos los funerales son iguales. Cada colectividad del barrio (la
boliviana, la paraguaya, la peruana, la china y la japonesa) cuenta
con un servicio especial que depende de los rituales y costumbres de
cada grupo.
La
comunidad boliviana sigue el rito católico, pero trata el paso a la
muerte como una fiesta. En esos velorios hay un grupo de lloronas,
unas damas de negro que acompañan a la viuda, que hacen lo que
indica su nombre: llorar al difunto al lado del cajón. El resto, que
suelen ser más hombres que mujeres, festejan en nombre de aquél que
pasó a mejor vida. Muchos terminan pasados de copas en la vereda de
la casa fúnebre.
Los
familiares del difunto suelen dejar camisetas, gorros, y toda clase
de souvenirs del que ya no está. En el momento del entierro, dejan
esos efectos personales encima del cajón, para que sean enterrados
con él. Si el cementerio no cerrara a las cinco, ellos se quedarían
hasta la mañana siguiente. Y seguirán “festejando” por dos días
más.
Por
otro lado, los rituales japoneses y chinos de religión budista,
tienen otros estilos. Hacen música que salen de los sonidos de su
garganta, en coro, como vocalizando. Es un eco en su idioma, una
oración cantada. Pueden hacerlo durante horas. Todo eso envuelto en
el humo de sahumerios y especias aromáticas, que son para echar a
los “malos espíritus”. A modo de suvenir se suele obsequiar la
imagen de Buda.
Pero
no solo es cuestión de etnias. También son interesantes los
cortejos de los militares y otras fuerzas de seguridad. Tamborileros,
trompetistas y hombres con uniforme de gala. Los oficiales de la
Armada Argentina, aunque cueste creerlo, van de blanco.
También
las experiencias en las villas son muy particulares comentaban los
cocheros: si el muerto pertenece a una banda del interior de la
villa, sus compañeros y familiares atraviesan la calle principal,
tirando tiros al aire. Volcando cerveza sobre los restos del cuerpo.
Y sobre él, la camiseta de su club de fútbol.
Pero
no es lo único a lo que los funerarios tienen que enfrentarse:
hospitales roñosos, burocracias en las morgues, empleados
tercerizados que completan el papeleo de manera equivocada.
Los
casos de infidelidad son tema aparte. Hace unos meses, narra
Graciela, recibieron un llamado que los enviaba a retirar un cuerpo
de un santiagueño de 56 años, casado y con 9 hijos. Este hombre
murió en una parada de colectivo, camino al trabajo. Pero el legajo
de defunción decía otra cosa: que había muerto en un hotel de
alojamiento.
Por
convicciones personales, el personal decidió no comentar nada
durante el velatorio, donde la viuda lloraba desconsoladamente
aferrada al cajón. Hasta que el hijo mayor se acercó para preguntar
si la dirección que aparecía en el legajo podría estar mal. El
joven haciendo averiguaciones, descubrió esa misma noche, durante el
velatorio, que su padre había muerto de un infarto teniendo sexo con
una mujer, luego de tomarse una pastillita azul, Viagra.
El
muchacho decidió reunir a sus hermanos y comentarles la situación.
Muchas opiniones encontradas: que “papá era hombre”, que “cómo
le pudo hacer esto a mamá”, “hay que decírselo”, “la va a
matar”, “de todas formas cuando haga los trámites se iba a
enterar”.
Finalmente,
el hijo mayor le susurró esto a su madre en el oído. Hubo 20
segundos de un silencio sepulcral. Luego, un alarido:
– ¡Hijo
de putaaaaa! ¡Sos un hijo de putaaaaa!
Tanto
el personal, la familia y los amigos del difunto se espantaron.
Pensaron
que iba a tirar el cajón. Al otro día, sólo sus hijos fueron al
entierro.
-Tratamos
de involucrarnos lo menos posible, sobre todo cuando hay cuestiones
penales- acota Graciela reclinada en el sofá de su despacho.
También
los empleados suelen decir que los muertos dejan “gente
incoherente” que se pelea durante el velatorio con sus familiares
por las cosas que los difuntos dejan.
-Toda
esa herencia material que dejan-reflexionaba Patricio, el
sepulturero-, borran el verdadero recuerdo, la verdadera herencia que
esa persona deja en sus corazones
***
“Yo
no le deseo el mal a nadie, pero que a mí el pan no me falte”. El
pan parece que jamás se les va a acabar a los Iarlori. Según el
Federación Argentina de Asociaciones Funerarias, no hay funerarias
que quiebren. Llegan a haber hasta trece defunciones por día, a
igual número de sepelios.
Sólo
en el sitio redfuneraria.com, hay inscriptas 120 cocherías. En el
gremio se cree que hay muchas clandestinas o truchas. Como la que se
encuentra en la puerta del Barrio Las Aschiras de Ciudad Madero, en
el partido bonaerense de La Matanza.
Parece
un taller mecánico pero detrás de su persiana metálica, un par de
socios de nacionalidad boliviana prestan servicios fúnebres a sus
compatriotas a cambio del pago de una “protección” a la
funeraria “oficial” que es dueña de esa zona. Todo esto lo
comenta Juan Carlos un ex trabajador de compañías de sepelios y
cremaciones.
Y
no sólo sacan dinero con esos métodos. Se ahorran unas monedas
reutilizando los ataúdes de las personas que se creman. Le sacan los
herrajes, los pulen, los limpian bien y los dejan listos para usarse
nuevamente.
Por
otro lado, las cremaciones que se llevan a cabo en los cementerios
públicos consiste en la quema de todos los cuerpos del día juntos y
la posterior distribución de las cenizas en tantas urnas como
muertos hubo ese día. Seguramente los familiares de Cándida se
lleven una mezcla de los restos de todas las personas que fueron
cremadas el mismo día que ella.
Otra
de las cosas que hace al negocio más lucrativo es el cobro del
subsidio de contención familiar (mil pesos) que la ANSES da a la
persona que asumió los gastos del sepelio. Al ser conscientes de que
los familiares cobran este subsidio, las funerarias de manera
implícita les cobran $1000 demás.
Una
funeraria puede llegar a ganar entre $20.000 y $30.000 en un solo
día.
***
La
familia Iarlori suele decir que hacen un trabajo que nadie quiere
hacer. Y que lo hacen como un servicio a la comunidad, aunque otros
los vean con cierta sensación de morbo.
–
Hoy por hoy, un vecino que
pasa por mi casa me dice ‘¿ya cerraste la fiambrería?’ y yo no
me hago drama. Prefiero que se lo tomen así.-
Graciela
se ríe de sí misma.