Viaje al interior del drama de las
familias que vienen a Buenos Aires a la Casa Garrahan en busca de una salvación médica para sus hijos. El
denominador común a todas ellas es el desarraigo y la esperanza de volver a sus
hogares con sus niños curados.
Por María Cecilia Vejo
Sin
ropa. Sin comida. Sin techo. La misma nada. Así es como llegan familias
humildes del interior a la Capital Federal en búsqueda de un tratamiento médico
que ayude a sus hijos a recuperarse de las enfermedades que los aquejan.
El desarraigo es la palabra
común a todas ellas. Familias que se dividen. Hijos que dejan de ver a sus
madres durante un largo tiempo para que su hermanito se recupere. Abuelos y
tíos que en muchas ocasiones se transforman en cuidadores y guardianes de los
retoños que quedan en su hogar. Padres que en algunos casos están presentes y
en otros, no. Y las madres que llevan la doble lucha por delante: la esperanza
de que su hijo se recupere y los anhelos
por volver a ver al resto de la familia.
Pero hay más. La adaptación a
la caótica vida de Buenos Aires no es una tarea sencilla. Las costumbres
cambian completamente, sobre todo cuando se convive con un extraño.
***
— Mamás, María está yendo para el lavadero…. María
está en el lavadero –anuncia por altoparlante una asistente social.
— Primero les dijiste que estaba yendo, y después
que estaba en el lavadero, ¡se teletransportó! –le remarca, entre risas, otra
asistente de piso.
En la Casa Garrahan todo parece tranquilo. El
tiempo transcurre a cuentagotas. Algunas madres miran televisión. Otras se
entretienen con las computadoras, mientras que sus hijos juegan con la play station o concurren a los talleres
que les brinda el hogar.
El único murmullo que se escucha proviene de las
voluntarias, quienes se encargan de llevar la ropa a lavar, distribuir y
revisar las donaciones que llegan a la Casa. Junto a ellas, están las
asistentes de piso - pasantes de la
carrera de Trabajo Social- quienes distribuyen las tareas que deberán realizar
las madres.
Allí, todo está ordenado. Los juegos, los
talleres, la ropa, el decorado y hasta la cantidad de visitas que puede recibir
cada paciente. Las tareas domésticas se programan de acuerdo a la cantidad de
mamás que se encuentran en el hogar. La rutina continúa, aun lejos de casa.
—A veces es todo un desafío venir a Buenos Aires.
Es muy traumático para ellos. Empezar de cero, explicar que la ducha viene de
arriba, porque ellos están acostumbrados a bañarse con el balde -explica
Graciela Juárez, coordinadora de las voluntarias dentro de la Casa Garrahan.
Graciela tiene 59 años,
es de estatura mediana, cabellos ondulados de color castaño y ojos oscuros.
Tiene una amplia sonrisa que comprime toda su cara cuando sonríe con fuerza.
Lleva dentro del hogar 16 años.
—Yo
me acuerdo que una vez entraba todos los días y había un charquito de agua en
el medio de la habitación hasta que me di cuenta que ella –la mamá- no sabía
que había que hacer en el inodoro.
Las anécdotas invaden la
mente de Graciela. Madres que tuvieron que empezar de nuevo. Aprender rápidamente
otras costumbres e, incluso, descubrir productos que para muchas personas son
de uso cotidiano.
—Hubo
un caso en que la madre guardaba los pañales sucios apiladitos en el placar
porque, claro, nunca había visto un pañal descartable. Esas cosas son como muy
movilizadoras.
***
Es la hora de computación. Los niños están ansiosos por
presenciar el taller. Allí juegan, se divierten, disfrutan. Es una ventana
virtual a la realidad. Las asistentes son las que anuncian
las actividades por altoparlante. Queda en ellos la decisión de ir o no.
—Computación
es para los chicos el taller que más convoca, seguro que si viene alguien a
leer cuentitos, se van a dormir la siesta. Ellos, lo que están esperando es la
computadora –asegura, sonriente, Graciela.
El
edificio de cuatro pisos está ubicado en Pichincha 1731, Capital Federal. Tiene
forma rectangular. Es una fachada de ladrillos a la vista y rejas de color
beige. Adelante se ubica una gran sala de estar con amplios sillones, lugar de
encuentro de las madres. En el centro hay una biblioteca y una sala de
computación. En el fondo está la sala de juegos, el edén de los más pequeños.
Bajo la atenta mirada de un conejo, una llama, un
pulpo verde y una especie de cohete con la inscripción “vuelta a casita”,
pintados en las paredes, los chicos corren, andan en triciclos, bicicletas,
disputan un partido en el metegol y dibujan en las mesitas.
En los restantes pisos se ubican las 46
habitaciones, cada una compuesta por dos camas y un baño privado. El lavadero
se ubica en el tercer piso, mientras que en cada planta hay amplias cocinas
compartidas.
Todas las donaciones de ropa van a parar al
“roperito”, en donde las voluntarias acomodan, clasifican y hacen entrega
masiva de prendas una vez por semana. Allí, las madres obtienen las mudas que
necesitan para sus hijos.
Hay muchas mamás
que hacen acopio
de ropa, pero si el paciente se interna en algún momento tiene que entregar la
habitación y no puede ingresar al hospital “con 10 bolsas de consorcio” y
tampoco la Casa Garrahan se las puede guardar, advierte Graciela.
—Nosotros les
decimos: ustedes
agarren lo justo, una vez que se van ahí sí llévense lo que necesiten, mientras
tanto, no. Es un tema… -explica Graciela entre risas.
La ropa que se llevan las madres no sólo está
destinada al hijo que acompañan, sino que también guardan para el resto de su
familia, a veces integrada por más de 20 personas.
***
Las llamadas son constantes. Madres que se
comunican con su provincia para saber cómo sigue el resto de la familia. Hijos
que preguntan cuándo se van a volver a ver. Angustia y esperanza atraviesan las
paredes de la Casa, que fue fundada en 1997 por la Fundación Garrahan,
justamente para que las madres y sus hijos del interior, carentes de recursos,
pudieran tener un techo asegurado mientras realizaban los tratamientos médicos
en los hospitales pediátricos.
En un principio, para poder alojarse, las
familias debían vivir a más de 300 kilómetros de la Capital Federal, pero al
pasar los años esa distancia se redujo a 100 kilómetros. Así, la Casa Garrahan
logró que más madres y chicos puedan encontrar “un hogar lejos del hogar”.
En
las habitaciones han pasado más de 14.100 pacientes provenientes de los
distintos puntos del país, quienes encontraron en la Casa Garrahan ese hogar
que necesitaban para que sus hijos puedan seguir con los tratamientos médicos.
Algunas
estadísticas indican que 2853 familias provenientes de Buenos Aires se han
alojado en la Casa, seguidas por 1389 de Santiago del Estero; 1356 de Misiones;
25 de Tierra del Fuego y 10 de Santa
Cruz.
Los días pasan. Las mañanas se distribuyen entre
los turnos hospitalarios y los trámites
médicos. Quizá la silla de ruedas que se encuentra en la sala de recepción es
una fiel testigo del trajín de las madres que van y vienen con cara cansada. No
importa el agotamiento. Allí estarán el tiempo que sus niños necesiten, porque,
al fin y al cabo, “volver a casita” con su hijo sano es lo que más anhelan.