Una
cronista decidió hacerse pasar por recepcionista de una casa de
citas para contar desde adentro cómo es el tercer negocio más
rentable del mundo. Las conexiones con la policía y el poder
político. Historias de mujeres que mueven miles de pesos cada
semana.
Por
Cynthia Finvarb
La
lamparita roja es la señal que buscaba.
Unos diez metros de pasillo me separan de la puerta principal que
tengo que atravesar para sumergirme en uno de los más de 8000
prostíbulos que funcionan en toda la provincia de Buenos Aires.
El
aroma a sahumerio invade.
Llegar acompañada de la recepcionista del lugar me garantiza la
entrada y permanencia.
— ¿Vos
venís a trabajar de señorita?
—
me pregunta una de las chicas, mientras me observa la vestimenta:
pulóver, jeans y zapatillas. La miro con cara de asombro y le
contesto que no.
Mi
aliada le aclara que no soy una integrante más.
Ideamos una excusa para que pudiera ingresar: que voy a ser su
reemplazo el próximo fin de semana.
En
la puerta nos recibe -como
lo hace cada vez que suena el timbre y un cliente se dispone a
ingresar- el encargado en custodiar el “boliche”, como le dicen
sus empleados. Es un hombre de 40 años, alto, corpulento y de traje.
Nos saluda, entramos y cierra la puerta con llave.
Más
de 30 escalones hay que subir para conseguir “un pase” con alguna
señorita. Las señoritas son las prostitutas. Ellas están ahí, a
la espera de los clientes, tomando tereré. El pase es sinónimo de
sexo.
El
salón principal es grande, tiene 15 mesas redondas y 4 sillas en
cada una de ellas que se distribuyen de manera circular. En el medio
hay una pista que es alumbrada por tres luces rojas y dos azules. A
la izquierda, hay una barra que ofrece tres variedades de bebidas
alcohólicas: cerveza Quilmes, Freeze “azul” y vino tinto. En el
pool, la ficha cuesta $15. Una fonola con gran variedad de música
funciona con una ficha que vale $2. Al fondo, sobre la pared, un
televisor sintoniza Canal 7, el partido de Paraguay y Argentina por
las eliminatorias para el mundial en Brasil 2014 brilla en la
pantalla.
La
noche recién comienza. Cuatro de las treinta trabajadoras sexuales
que tiene el local ya están listas para ponerse a trabajar.
Más de la mitad son extranjeras. Una joven paraguaya de 23 años, a
quien llamaré Estrella para preservar su identidad, se está
colocando pestañas postizas. Una mujer de 35 nacida en Republica
Dominicana se coloca crema en las piernas y brazos. Dos argentinas
que rondan los 25 años desfilan, sobre tacos aguja, en corpiño y
tanga de hilo dental. Ruegan que aparezca alguien así “zafan” la
noche.
Una
de las chicas detiene
la música de la fonola, mientras otras se intercambian camisolines
de encaje. Faltan pocos minutos para que lleguen los clientes: cuatro
hombres que superan los cuarenta años y un quinto que vino en una
bicicleta bastante destartalada, que dejó en la puerta atada con un
candado.
El
show comienza y varios de los espectadores quieren tirarse encima de
la joven: hay un pequeño escenario con un caño y una bailarina.
Ella busca seducir a los hombres, pero nadie puede tocarla, ni tener
sexo con ella. Baila, pasa su lengua sobre el caño y se toca sus
partes íntimas. Es rubia, flaca y tiene unas botas rojas que le
tapan las rodillas. El de seguridad controla que nadie se acerque a
ella.
El
show terminó. Los hombres les piden a las señoritas que les lleven
cervezas. A partir de ese momento la bebida que consuman
les costará el doble porque ellas los acompañan. Los tocan, todos
se ríen y toman.
Uno
de ellos quiere concretar un “pase”,
cuyo valor varía según el tiempo. Media hora cuesta $200. Una hora,
es decir dos “participaciones”, salen $330. Con participación se
refieren a cada vez que el hombre eyacula. Si llegara a hacerlo antes
de que se acabe el turno, se termina el pase. No cabe posibilidad de
que vuelva a tener una “participación” sin pagar.
Noto
que los ojos de Estrella ya están rojos,
aunque su maquillaje está intacto y también sus pestañas postizas.
Varias cervezas compartió en la mesa con el cliente y es hora de
entrar a una de las habitaciones
Me
intriga saber qué
siente Estrella cada vez que se dispone a ingresar a uno de esos
cuartos. Tengo que ser precavida, nadie puede enterarse que soy una
infiltrada. Aunque no aguanto y le pregunto.
—
¿Estas
bien?
—
la miro con cara de preocupación.
—Piensan
que este trabajo es fácil y no es nada fácil, hay que estar. Te
encontrás con cada uno—
me
contesta apresura.
No
lo dudo, el solo hecho de pensar en estar con un hombre tras otro me
pone la piel de gallina. Más tarde otras me dirán que están
acostumbradas, que lo toman como un trabajo como cualquier otro.
Pero
no.
Es
el tercer negocio más rentable del mundo, tras el tráfico de armas
y de drogas. Este boliche recauda más de $100.000 mensuales. 50% de
las ganancias queda en mano de las señoritas, 10% es entregado a la
policía, otro 10% va dirigido a la municipalidad y el resto lo
embolsa la “madama” del lugar.
La
madama es una mujer de 38 años. Ella lleva la batuta del boliche
-este es uno de los cinco “boliche” que regenta- aunque su mano
derecha es la recepcionista. La jefa no se hace presente todos los
días pero de vez en cuando va al lugar a observar el funcionamiento.
La recepcionista es la encargada de hacer la caja cuando termina su
horario. Una vez que termina la noche les paga a las señoritas el
50% de todos los pases que realizaron. Al acabar el mes, las
benefician con un 10% más si no faltaron ningún día.
El
lugar
está habilitado por la municipalidad como bar. Todas las semanas la
dueña del boliche debe entregarle al oficial de policía, el jefe de
calle, $2500 para que lo deje funcionar y no lo clausuren. Si no
arreglan, los pueden allanar. Aunque a muchos sólo los cierran por
horas, para que luego volver a abrirlo. No se detiene a nadie.
Ejercer
la prostitución en un ámbito privado no es ilegal.
Según
la legislación argentina, es una actividad lícita, siempre y cuando
no haya trata ni explotación de personas y se ejerza en forma
voluntaria.
—Cobrame
un pase por media hora—
le dice Estrella a la recepcionista y apoya sobre el mostrador $200.
—Tomá—
La recepcionista le guiña un ojo y le acerca una “bolsita
higiénica”.
Una
bolsita transparente que contiene un pedazo de papel, una toalla
blanca y un preservativo. Una bolsita que se les da a las señoritas
cada vez que concretan un pase.
Las
habitaciones son siete. No tendría sentido que el cliente la elija
porque son todas iguales. Una luz roja ilumina cada una de ellas.
Observo que todas tienen un rollo de cocina en la mesita de luz y un
espejo para quien quiera arreglarse antes de comenzar o al terminar
el servicio.
Estrella
se acerca a la recepción con 4 billetes de $100 arrugados.
—El
viejo quiere un pase por una hora. Vamo a ve si aguanta. Por ahí me
viene a contar los problemas que tiene con la mujer como el del otro
día. Yo le voy a aclarar que son dos participaciones. Si se le pasa
el tiempo que se joda -Estrella larga una carcajada, mientras se
acomoda las tetas en el corpiño.
Estrella
se ríe, siempre se ríe. Salvo algunos meses atrás cuando un hombre
que pagó un pase por media hora ingresó con un arma a la
habitación. El hombre de seguridad no lo revisó como correspondía.
Nadie puede ingresar al boliche con un arma. Estrella, esa noche,
gritó desesperadamente cuando observó que el hombre de uno 50 años
apoyaba el arma en la mesita de luz al lado del rollo de cocina.
Nadie sufrió ningún incidente pero desde esa noche el control fue
más exhaustivo. El hombre alegó que lo llevaba por seguridad.
Tal
vez Estrella no llevé la vida que alguna vez soñó,
pero tiene la esperanza de que en algún momento este trabajo al
menos la acerque a sus seres más queridos.
—Yo
quiero junta mi platita así pago mis cuenta y me voy al Paraguay.
Tengo algunos familiares por Moreno, pero casi toda mi familia está
en el Paraguay-—cuenta.
Ella
dice que le es más rentable hacer este trabajo en Argentina que en
el país donde nació. El turno de la recepcionista se terminó. Es
hora de irnos a casa. La fonola con el tema de “la princesita”
Karina suena a todo volumen. Ya no queda ningún cliente merodeando
el boliche. Sólo algunas botellas vacías sobre la mesa. Abandono el
lugar y a cada paso que doy pienso en ellas y en sus vidas. La
lamparita roja continúa encendida.