En Argentina, una de cada 5 mujeres recurre al servicio doméstico como salida laboral. Mientras el 85% se desempeña en negro, el resto lo hace en blanco. Sin embargo, ambos mundos continúan siendo deficitarios.
Por Victoria Malagueño
Una escoba, una palita, un trapo de piso. Los ojos de
Rosita se encendían.
-“Vamos a jugar”, la animaba Ana.
Con la inocencia a flor de piel, la nena de ojos grandes
y castaños tomaba la escoba y barría por horas. Para ese entonces, limpiar era el momento más
feliz de su vida.
Rosa tenía tan sólo 8 años cuando fue entregada a su maestra, una mujer de 40 que
prometió a su padre que la “educaría”.
Con ocho hijos y la pobreza entrando por cada rincón de sus vidas, José aceptó.
Limpiar, baldear, cocinar y hacer los mandados eran las
actividades que Rosa debía llevar a cabo en casa de su maestra. Actividades que
desempeñaría hasta los 15 años, edad en que quedó embarazada de quien sería el
padre de sus cinco hijos y con quien se marcharía a Buenos Aires con una panza
de seis meses.
Aquella mañana, Ana vio el cuarto vacío y jamás volvió
saber nada de su alumna.
Trabajo,
luego no existo
Tiempo después, la virgen La milagrosa asoma por su
cuello moreno. Tiene el cabello y las uñas cortas y un acento tucumano que no la abandona aunque
ya hace 50 años que dejó su pueblo de origen.
“Llegué acá, conocí a la María, una basurera que no tenía hijos y buen ella
me dio de vivir”.
María había tomado
un terreno abandonado en El Palomar y fue allí donde su hija del corazón levantaría una casilla para ella y su familia.
En un abrir y cerrar de ojos, Rosa tenía cinco bocas para
alimentar y un marido alcohólico que no aportaba más que inconvenientes. Era
hora de buscar empleo.
“Llegué y lo único que sabía era limpiar,
nunca supe hacer otra cosa”.
Comenzó así a
trabajar en casas vecinas como empleada doméstica, pasando a formar
parte del 85 % de trabajadoras que se desempeña en negro, según el informe
“Situación del Trabajo en Casas Particulares” del CEMyT (Centro de Estudios
Mujeres y Trabajo).
“Llevaba a los chicos conmigo,
hacían la tarea, a veces hacían lío. Ellos crecieron viendo a la madre limpiar,
ya no quiero más esto”.
Rosa representa a una de cada 5 mujeres que, estadísticamente,
debe recurrir al trabajo doméstico como salida laboral.
Actualmente,
jubilada como ama de casa, sigue desarrollando su labor en cinco hogares, mientras
que por las noches trabaja como dama de compañía de Doña Esmeralda, una española de 85 años.
“Me gusta ir allá, con la
viejita charlamos mucho aunque a veces estoy tan cansada que me quedo dormida
mientras me habla”, dice entre risas.
A las 6 de la mañana ya está en su casa nuevamente. Allí la esperan
dos de sus hijos que todavía viven con ella. Antes de llegar, Rosa ya sabe que
si la noche anterior Marisa tomó la medicación, la mañana será tranquila, sino,
es probable que como mínimo termine tirándole algo por la cabeza. El psiquiatra
diagnosticó esquizofrenia. Sin importar lo que suceda con su hermana, José Luis
hablará poco y preparará sus cosas para salir. Aunque tiene sólo un brazo, se
las ingenia para trabajar como peluquero a domicilio. Antes de abrir la puerta,
tomará 15 pesos de la lata para comprar algo de pan y unos patys. Gastará en
este almuerzo más que el valor de hora de trabajo de su madre.
La señora que
me ayuda
Son las 7 de la mañana. Rosita abre la puerta del garaje
tratando de no hacer ruido. Esther, la dueña de casa, se levantará más tarde.
Mientras baldea, “la señora” siempre le alcanza un mate.
Charlan de la vida, de los hijos. Al terminar el horario, le dará la bolsa de
pan y facturas además de algunas prendas que ya no usa. Porque sabe cómo vive, porque necesita, porque le da mucha pena.
Rosa sale apurada ya que la próxima parada será la casa de Claudia.
Rubia teñida, regordeta
y de tez anaranjada es a la única “señora” que le cobra 18 pesos la hora y lo
hace porque según ella “la gorda y el
marido ganan bien”. Fue en casa de
ella donde Rosa se quebró la muñeca izquierda tras caerse mientras limpiaba el
ventilador. Su patrona se hizo cargo de
todos los gastos médicos aunque obvió algunas sugerencias con respecto al
reposo: debido a que “la casa se le venía abajo”. Una semana más tarde y enyesada, Rosa ya estaba baldeando su
vereda, pero tiempo después, su brazo le pasaría factura.
Son las 10 de la noche y camina de vuelta a casa sintiendo
el día húmedo en sus rodillas. Al llegar dejará las bolsas y empezará a
preparar la cena.
Abre la heladera. Sonríe. Se emociona. Pegada en la
puerta está la foto de Zaira, su nietita de seis años que sonriente posa
acostada en la playa. Tiene casi la misma edad de su abuela cuando empezó a
trabajar.
Trabajo en
blanco
No muy lejos de allí, Carmen revuelve la sopa por décima
vez, mientras piensa qué deuda pagará primero, cuándo arreglará los baches de
humedad en la pieza de los chicos, cuándo podrá visitar a su hermana.
Finalmente decide tomar el caldo, pero ya está frío y verdaderamente poco
importa.
Antes de acostarse, tomará un analgésico y pasará por la
pieza de sus hijos para mirarlos dormir: dos hombrecitos cuyos rostros le
recuerdan a alguien a quien amó y una nenita de cuerpo fornido que le refleja a
la niña que algún día fue. Suspira, los besa y apaga el velador. Pocas horas
después el despertador la llamará para empezar de nuevo.
Es ella una mujer alta, de rulos azabaches, manos grandes
y uñas largas (que en algún momento fueron rojas)
- Hasta que me muera voy a
usar guantes, pero las uñas no me las corto. Se ríe con ganas, pero conserva la
mirada cansada. 42 años y doce de empleada doméstica carga sobre sus espaldas.
¿Qué si hice otras cosas antes? Claro, pero
bueno no me alcanzaba.
30 centavos por cocer el cuello de una camisa, la mitad
por arreglar un ojal. Ella dirá que gracias a esas changas pudo criar a sus tres hijos, encerrada en casa por horas, pero con los
chicos. De manera que cuando crecieron empezó a limpiar por hora.
Es Carmen, al igual que Rosa, parte del 80% de empleadas
domésticas que vive en estado precario y cuenta sólo con estudios secundarios
incompletos (según Informe de la Subsecretaria de Programación Técnica y Estudios
Laborales). Aunque a diferencia de ella, ya hace dos años que trabaja en blanco. Carmen pertenece al 15% que es
amparada por una normativa que data de 1956 y que considera “asalariadas del
servicio doméstico a aquellas empleadas sin retiro o quienes trabajan como
mínimo 16 horas semanales distribuidas en cuatro días para el mismo empleador”.
Baldear, limpiar, encerar son las actividades por las que
cobra $1.657,50 trabajando 8 hs. de lunes
a viernes. Los fines de semana, hará changuitas
en casa de sus vecinas y siempre tendrá en su cartera el librito con el que venderá cosméticos por encargo.
Carmen dirá que fin
de mes nunca llega, que las cosas están caras pero que por lo menos tiene
trabajo. Y por lo menos alguien la blanqueó después de tantos años.
-Yo mucho no entiendo, pero mi
jefa hace todo bien, hasta obra social tengo ahora. Lo único que, bueno, viajo
mucho pero tengo obra social y eso nunca me había pasado.
Carmen vive en Merlo, pero para poder acceder a los
servicios de salud que ofrece O.S.P.A.C.P (Obra Social del Personal Auxiliar de
Casas Particulares) debe viajar hasta Once: recorrido que hace una vez al año
para realizar su chequeo completo ya que, en caso de urgencias, sabe que la guardia
del hospital más cercano la sacará de apuros. Recordará que sus tres hijos
nacieron en hospitales, dirá que la atención fue muy buena y se conformará con
esta explicación.
Por estar en blanco, a Carmen también le corresponden vacaciones
pagas, aguinaldo y jubilación; aunque la normativa no prevé licencia por maternidad, ni seguro
por riesgos de trabajo. Ella dirá que sus vacaciones poco le sirven para descansar ya que se terminan extinguiendo
mientras limpia en casas vecinas. Con respecto al tan ansiado aguinaldo dirá
que casi ni ve los billetes todos juntos ya que se va en deudas y más deudas y que
la jubilación es un sueño lejano que aún no sueña. Omitirá que añora conocer el mar junto a sus
hijos, con pintar su casa alguna vez, con jubilarse y no tener que depender de
nadie.
Es tal vez, el sueño de Carmen, el de Rosa, María, Juana,
Marcela: aproximadamente 1 millón de mujeres que según la ley ofrecen un
“servicio”, que por el momento no es considerado un trabajo. Mujeres que comparten
el oficio y el cansancio, pero también la esperanza de que ni sus hijas ni sus
nietas lo hereden.