En el corazón de Sudamérica, sobre la reserva
natural de agua dulce más grande del planeta y
a menos de 50
kilómetros de una
de las nuevas siete maravillas naturales del mundo -las Cataratas del Iguazú-
se encuentra “La triple Frontera”. Una de las zonas donde tres naciones se unen: Argentina, Brasil y
Paraguay. Se trata de un escenario de compras por excelencia, en el que
turistas de Brasil y Argentina se precipitan en un nirvana de consumo digno de
Miami o Hong Kong, pero del subdesarrollo.
Por Emiliano Delucchi
Una Chevrolet Meriva plateada transita sin
sobresaltos por una avenida de Foz do Iguazú, Brasil. Son las 8 de la mañana y
un tímido sol invernal baña con una incipiente luz las calles vacías. Los comercios
todavía no abren sus puertas y los casi
400 mil habitantes de esta ciudad no aparecen.
El destino final es Ciudad del Este, Paraguay, que
se encuentra a dos kilómetros al oeste. Mientras más cerca se está, las calles
parecen acortarse y tanto los vehículos como las personas, amontonarse.
Colectivos de línea internacionales, vans, gente en bicicleta, transeúntes y
autos luchan por un lugar en la larga fila hacia el Puente de La Amistad. Un
puente que une la brasilera Foz do Iguazú con Ciudad del Este.
Mario es el conductor. Enciende un cigarrillo. Da
una calada profunda y lanza un suspiro lleno de humo que acompaña con un gesto
de resignación. Abre bien los ojos y dice que ayer un chofer estuvo dos horas
para pasar al otro lado y cuatro para volver. Le pregunto si esa demora es
normal y me contesta que más o menos, que tendríamos que haber salido un rato
antes, que para ir no pasa nada, pero el tema es volver. Dice todo con un tono
monocorde, tranquilísimo, en medio de un terrible embotellamiento.
El puente
conforma una vía agosta de doble carril. Una pared de cemento actúa como
protección a ambos lados. Sobre ella fueron dibujados, hace un tiempo ya, los
colores de la bandera de Brasil. Al llegar a la mitad, son remplazados por los
colores paraguayos. Pasaron 20 minutos, pero solo avanzamos 100 metros . La pared se
transforma en un alambrado con agujeros de diversos tamaños y alturas. La
mayoría están bloqueados por cartones, chapas, enrejados oxidados y cintas.
Mario observa mi cara de asombro, pero se mantiene en silencio, como esperando que
le pregunte qué significan esos parches metálicos. Lo hago. Contesta que si bien no hay control de aduana para
vehículos de porte pequeño, está prohibido que camiones grandes crucen la
frontera sin ser revisados.
Por lo que el contrabando grande debe hacerse por
río. Grupos de personas suelen comprar productos en Ciudad del Este por la
madrugada y llevarlos en camión hasta mitad del puente. Una vez allí, siempre
del lado paraguayo, hacen un surco en el alambre y tiran la mercadería al rio
envuelta en algún impermeabilizante. Abajo, una lancha la recoge y la lleva
hacia la provincia de Misiones, en
Argentina.
La predicción de Mario es correcta y dos horas
después estamos del otro lado. El paisaje es variado: miles de personas se
mueven como hormigas entre combis, autos, motos y puestos callejeros. Decenas,
o quizás centenas de maquinas amarillas viajan en una carrera de obstáculos
imposible. Son motos que cruzan el puente. Algunas repiten el circuito, otras
se internan en la ciudad. La vorágine es un preludio de cientos de accidentes
que siempre están por ocurrir, pero afortunadamente, no lo hacen.
Pregunto cuánto sale cruzar en mototaxi. Contesta
que 2 dólares, y que por 3 el viaje se extiende hacia los shoppings, que se
encuentran camino arriba. Luego de las primeras cuadras, el auto toma velocidad
y se interna en el corazón de la ciudad.
En ambos lados, locales de venta de comida
comparten clientes con otros que exhiben productos de alta tecnología. Puestos
callejeros de ropa interior se ubican frente a enormes galpones, donde decenas
de personas cargan y descargan camionetas con televisores, cámaras de fotos,
celulares, y consolas de videojuegos. Bienvenidos a Ciudad del este: la panacea
tecnológica.
La ciudad esta dividida en dos por la ruta 7, que nace
en el rio Paraná, cruza el centro comercial y lleva hasta el shopping Corazón,
uno de los más grandes y lujosos, para luego internarse en el Paraguay
profundo. De ella surgen las principales calles comerciales, en las que
conviven, sin ningún tipo de orden o patrón, locales comerciales,
estacionamientos de 4 pisos, puestos callejeros y galpones pequeños que se
hacen llamar “Shoppings”.
Compro 4 pilas a un joven moreno con remera
amarilla. También vende ropa. Ronda los 30 años y habla apurado. Pregunto si
ellos confeccionan lo que ofrecen. Responde que no, que la ropa se trae de “La Salada ’’, en Argentina, uno
de los mercados textiles más grandes de Sudamérica, ubicado a unos 20 kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires. Es
muy parecido a esto, pero sin la tecnología, las motos, y los shoppings. Vuelve
a ofrecerme sus productos y ante mi tercera negativa me dice que si quiero
comer algo. En un puesto color verde a unos metros de allí su mujer vende pollo
y mandioca. Soy incapaz de distinguir a cuál de los seis o siete puestos que se
encuentran enfrente se refiere. Le agradezco y continúo.
De repente, veo un local diferente al resto: frente
vidriado con cámaras de fotos, filmadoras y notebooks en exposición. Por
dentro, el piso es blanco y reluciente.
Sus paredes están cubiertas por cajas de productos tecnológicos.
Dos hombres hablan entre ellos tras el mostrador en
un castellano ininteligible. Rápido. Impreciso. Al verme, uno de ellos me
saluda y sin más, me ofrece un café que acepto por acto reflejo.
—Mariana,
prepará un café para el muchacho. ¿Que estas buscando? –me pregunta el hombre.
—Una
cámara de fotos –le contesto.
—Bueno, si
querés una filmadora te podes llevar ésta, cuesta USD 350 –me dice. Se agacha y
estira su brazo. Detrás del mostrador saca una cámara Panasonic que aparenta
ser de última generación. Su precio en Buenos Aires podría doblar el valor.
—Esperemos
el café y vemos que hay-sonríe mostrando dos filas de dientes negros, como
salidos de una película de terror.
El de la sonrisa truculenta es Mohamed, dueño de este local y de otros quince más en
Ciudad del Este. Aparenta 50 años: moreno, de mediana estatura, ojos negros
inquisidores, protegidos por anteojos de marco dorado. Nariz pronunciada
repleta de imperfecciones. Nació en Turquía y llegó a la triple frontera con
sólo 17 años en la segunda mitad del siglo XX. Junto con sus seis hermanos,
pasó a engrosar la vasta colonia árabe que se asentó aquí en esa época. Eran
comerciantes empobrecidos que venían en busca de un futuro próspero.
Desde una puerta lateral que da a un depósito,
entran dos jóvenes -una chica con un café humeante y pequeñísimo- seguida de un
muchacho con unas cuantas cajas, que ordena en la pared.
—Tomate el
café – me sugiere amablemente Mohamed, mientras coloca unas cuantas cámaras
sobre la mesa y continúa diciendo:
— Mirá que
acá podes pagar con tarjeta de crédito a cambio oficial. El pago se hace en
guaraníes. La tarjeta lo pasa a dólares y vos pagas en pesos argentinos.
Mohamed aclara esto porque hace unos meses, el
gobierno argentino restringió la compra de moneda extranjera: 50 dólares por
día a quiénes salen del país. Los que necesitan más suelen recurrir al mercado
paralelo, pagando la divisa un 40% más. Sin embargo, utilizando una tarjeta de
crédito en el exterior, el banco “pesifica” el costo a cambio oficial.
Tras intercambiar un par de opiniones y consultas
sobre los precios, Mohamed cuenta que allí casi no se pagan impuestos, que de
diez productos que entran, solo dos se declaran, que eso al gobierno le sirve
para recibir dólares, que Paraguay es el mejor país de Sudamérica para hacer
plata y que Ciudad del Este es la segunda ciudad más importante del país luego
de su capital, Asunción. El rumbo de la conversación me permite preguntarle
cómo hace para mantener control de semejante stock.
—Miro cada
tanto las estanterías de arriba-dice señalando un espejo que muestra las
cámaras más caras.
—Pero los
chicos se portan bien, son de orígenes humildes. Vienen a laburar acá desde muy
chicos. Algunos venían con las madres desde los 5 o 6 años para vender papa
fritas o gaseosas.
Mohamed se me acerca, inclinando su cuerpo sobre el
mostrador, como si no quisiera que lo escuchen, y dice:
—Para
ellos trabajar acá esta muy bien, porque les pago bien, pueden estudiar. Les
compro una moto, para que lleguen temprano, viste. Después, si siguen, les
compro un auto. Acá los autos son baratos.
Luego Mohamed explica la razón del precio de los
autos, que son fabricados en Corea para Reino Unido, pero por motivos que no me
alcanza a explicar o yo no alcanzo a entender, terminan en Paraguay y sólo
pueden usarse allí.
—Tampoco
es todo tan fácil, se tienen que comprometer con el trabajo. Imaginate que a mi
me cuesta formarlos, enseñarles cómo se vende, cómo se trata con el cliente.
Algunos juntan un poco de plata y después se quieren ir. Pero ahí yo les digo
que me tienen que devolver la moto, el auto, entonces lo piensan dos veces.
Los empleados del negocio de Mohamed están vestidos
con ropa de marca, peinados, hablan correctamente y saben los precios de todos
los productos en dólares, pesos argentinos y reales. Viven en los barrios
aledaños a la ciudad y trabajan desde
las cinco de la mañana -cuando se inicia la venta mayorista a los comerciantes
de Brasil- hasta las 5 o 6 de la tarde,
cuando los últimos turistas abandonan la
ciudad.
Luego de idas y vueltas, termino por desconfiar de
la autenticidad de las cámaras a pesar de que su precio es verdaderamente
tentador. Sin embargo, compro una
pequeña cámara de bolsillo Nikon por 150 dólares, casi la mitad de lo que
cuesta en Buenos Aires.
El reloj marca las 16 y recuerdo que la
vuelta es larga. Saludo a Mohamed y me preparo para el regreso. Estoy de nuevo
en la Meriva. Inmóvil en medio de una marea de automóviles, frente al puente de
la Amistad. Decenas de chicos a nuestro alrededor intentan vender golosinas,
gaseosas y snacks a los turistas varados. Se abalanzan sobre los autos en
grupos pequeños. Un niño de unos 6 o 7 años, sobrecargado de bolsas, se acerca
y pone su cara contra el cristal. Me mira fijo abriendo los ojos, ambos
mantenemos la mirada. Bajo el vidrio,
varios pares de manos me ofrecen cosas. Pido una Coca-Cola.
—Dos dólares, diez pesos o cuatro reales -contesta el niño. Pago en
pesos. Dos horas después estoy de nuevo en Brasil.
Hace 10 minutos que en centro de Foz de Iguazú
quedo atrás. La Meriva transita por una ruta tranquila. A los lados solo hay
pasto y árboles, finalmente llegamos al paso de frontera por el que se ingresa
a Puerto Iguazú, Argentina. Se trata de un edificio bajo, pero amplio, en el
que trabajan unos diez gendarmes, todos ellos argentinos. Toman mate y les
exhiben sonrisas a los viajantes mientras inspeccionan innumerable cantidad de
valijas y bolsos. El objetivo no es detectar el tráfico proveniente desde
Brasil, sino el de Ciudad del Este.
La ruta se divide en dos, Mario toma el carril
exclusivo para taxis y presenta los documentos a una joven argentina que está dentro
de una oficina improvisada, parecida a una cabina de peaje. Los mira e ingresa
los datos en una computadora para autorizar la entrada a Argentina. El vehículo
avanza y a unos 20 metros
un gendarme parado en medio del camino extiende su brazo derecho señalando un
costado, lo sigue y se detiene lentamente.
Por la forma en que se saludan podría intuirse que
Mario y el gendarme se conocen. Se dan la mano e intercambian trivialidades.
Luego el chofer abandona el vehículo y abre el baúl para que el oficial pueda
extraer el equipaje para inspeccionarlo. A pesar de que llevo dos bolsos, no se
me solicita ninguno. Mentiría si dijera que me sorprende, sólo me arrepiento de
no haber comprado algunas cosas más.