Nacer en un país del
Norte de Europa y terminar viviendo al Sur de América. Esta es la historia de
Juta. Es la historia de una identidad dividida por la Segunda Guerra Mundial,
que erradicó miles de personas del viejo continente.
Ayelén I. Torres
Es domingo, son las dos de la tarde. En lo
de Juta Uibopuu esto significa que es hora de dar los últimos retoques al
almuerzo que preparó para su familia. No sabe cuántos ni quiénes vienen, pero
ella espera. Y cocina como para comedor comunitario. Barrio de Villa Sarmiento,
conurbano bonaerense, a dos cuadras de Avenida Gaona está el hogar de esta
mujer estoniana de 81 años que hace 65
es argentina.
La casa es como la dueña. Y como Estonia.
Acogedora, alegre y un contraste entre la historia y la tecnología. Justo al
lado del avión de guerra hay un aparatito que Juta usa cada vez que va al
supermercado para escanear los productos que compró y así acumular puntos. Ya
canjeó una minipimer, una sandwichera y dos tostadoras. Atrás del enorme LED
que está apoyado sobre una desvencijada cómoda de la segunda guerra mundial,
hay una pequeña vitrina llena de minibotellitas de vidrio de todo tipo de
licor, aguardientes, agua mineral y gaseosas, provenientes de variedad de
países. Muestras gratis, coleccionadas por Otto, el difunto marido de Juta,
antes marinero. En el living comedor, al costado del gigante escritorio repleto
de fotografías del pasado, está la
computadora de pantalla plana donde la sobreviviente de la segunda guerra
mundial mira sus mails, abre su facebook y habla por Skype (invento estoniano)
con su medio hermano de Suecia. Si la guerra no pudo con ella, la tecnología,
menos. Antes de ir a dormir hace unos minutos de bicicleta fija, como le
recomendó el médico, mientras mira la novela.
-No me mandaste las vidas que te
pedí en el Candy Crush- Le recrimina a la menor de sus nietas, una chica de 23
años. Rubia, igual que su hijo y su hija, igual que sus otras tres nietas y su
único nieto varón. Se ríe. Muestra toda su dentadura, y achina sus minúsculos
ojos. Ojos sin cejas, celestes pero grises, como cielo tormentoso. Esa nieta,
soy yo.
***
Desde que tengo memoria, Estonia
es una palabra conocida para mí. Tengo que decir: Estonia, Letonia y Lituania, cada vez que alguien me pregunta, para
que pueda situar el país que alguna vez estudió en la escuela como parte del
trío de países bálticos. Y sí. Mi familia no venía de España o Italia, como la
de la mayoría de mis amiguitos de la primaria y secundaria. Para mí, Juta y estoniano son y siempre fueron palabras de lo más comunes. Atender
el teléfono en la casa de mi abuela y que alguien del otro lado me hablara en
estoniano no era sorpresa para mí.
Juta tiene dos hijos. Andrés, mi tío, y Mónica, mi mamá. El mayor heredó
los ojos celestes de todos, y la menor sorprendió con verdes. Crecer como hijos
de un matrimonio estoniano no fue fácil.
-Cuando era chico como que me
daba un poco de vergüencita, porque ser extranjero entre todos naturales, es
como que me sentía raro. En vez de haberlo aprovechado, capitalizado desde el
lado positivo es como que me sentía diferente, bicho raro. Yo no quería ser
bicho raro, quería estar en el montón. Nunca le saqué provecho a ser rubio de
ojos celestes, en realidad- Cuenta Andrés, rubio, alto, ojos celestes, lentes
sobre el pelo. Se ríe y se toca la barbilla mientras habla. Su hermana asiente
mientras lo escucha. Ella se siente igual.
-De chica, el tema de arrancar el
colegio, no saber el idioma, te hacía como más retraído. A esa edad uno anda
más en masa… Con los años me di cuenta, empecé a valorarlo, pero era como un
poco tarde. Para mí mi casa no era nada especial y todas mis amigas venían y
“tu casa es divina, tu casa es mágica”.
***
Cuando no es domingo, Juta sale a comer con “las chicas”, va a inglés, a
yoga y a gimnasia, y se junta a jugar al bridge con sus amigos de la casita de
jubilados. A veces se va de viaje a conocer o repasar regiones y rincones de
Argentina. Ella sola baña a los enormes perros, limpia la casa, y recoge los
frutos de los árboles del jardín. También hace las compras. Va y vuelve
caminando, con las bolsas a cuestas.
–¿Y quién lo va a hacer, sino?-
Por lo menos la convencieron para que use changuito.
El aroma de los fideos al horno con carne, salsa secreta y salchichas
alemanas envuelve la cocina, y reúne a los presentes en torno a la mesa,
alrededor de las tres de la tarde. Amuchados, tres de sus nietas, un novio, su
nieto varón –el más chico, el favorito- su hija, su hijo y esposa, arrasan con
todo lo que hay en la pequeña mesa redonda de la cocina.
-Que no sobre nada, eh.
Esa es la consigna. Todo se come. Afuera, dos
perros esperan ansiosos los huesos y las sobras.
***
21 de septiembre de 1944. Estonia. Luego de la ocupación alemana,
finalmente entraban los rusos. Había que irse. Con un padre militar y una madre
que cocinaba y lavaba para los alemanes, no parecía quedar otra opción. La
amenaza de ser deportado a Siberia los acechaba. Juta, una niña de once años
enterró sus juguetes para que no se los robaran los rusos, y sin mirar atrás se
marchó.
-¡No nos fuimos, nos llevaron!-
Corrige impetuosa. Los llevaron. Juta fue
llevada con su mamá y Enno, su hermano, cuatro años menor que ella. Su
papá…
-Se fue a casa, preparó la lancha
que tenía y cruzaron con nuestra lancha, a Finlandia. Mi papá y mi mamá estaban
medio ahí, en separación, porque mi mamá tenía un novio alemán. Y mi papá
siempre fue mujeriego. Papá estaba en la milicia en ese momento, en
gendarmería. Y él ya se fue de ahí con la madre de Vello y otros a Finlandia,
con la lancha.
Vello es el hermano de Juta. Medio hermano por parte de padre. Mediana
estatura, cabello canoso con forma de cepillo, panza de homero Simpson, y risa
contagiosa. Nació en Suecia quince años más tarde que ella, producto de la
unión entre Mihkel (Miguel) Uibopuu y la mujer estoniana con la que se escapó a
Finlandia, Hulda, 18 años menor que él. Se conocieron en el 89, cuando Juta
viajó a sus tierras natales por primera vez desde que las dejó. A partir de ese
momento se vieron varias veces, y la relación fue creciendo. Se llevan
espectacularmente. Después del 89, Juta viajó cuatro veces más a Estonia.
Siempre visitó a su hermano en Suecia.
***
Estonia es un país al norte de Europa. Limita con Rusia y con Letonia.
Está a orillas del Mar Báltico. Durante siglos fue una tierra disputada por
suecos, alemanes, rusos, daneses, entre otros. Pero los rusos fueron sus
mayores rivales, y es al día de hoy que esa gran grieta sigue abierta. Se
independizaron de ellos recién en 1991. En 1989 lucharon por su independencia
cuando hicieron una cadena humana de aproximadamente 2 millones de personas
tomadas de las manos, midiendo casi setecientos kilómetros a orillas del
Báltico, atravesando Estonia, Letonia y Lituania. “La independencia cantada”,
la llamaron. O “Baltic Way”. Cantada, porque en estos países, la música forma parte de la
identidad. Fue una revolución pacífica que dos años más tarde les dio la
independencia.
Estonia es pequeña, alegre, y llana. Su elevación más pronunciada es de
300 metros. Cuando el sol se esconde al final del día por el horizonte del
Báltico, también es dueña de los atardeceres más increíbles del mundo.
Tiene mucha población arriba de
los 60 años. En su mayoría viven solos. Cuidan su jardìn, andan en bicicleta,
usan internet, hablan por skype y esas cosas. Ahora empiezo a entender todo.
***
Juta busca el pasado con los diminutos ojos tormentosos clavados en la
ventana por la que entra el sol de domingo por la tarde.
-Había que ir donde te llevaban.
Primero llegamos al corredor de Polonia, que en ese momento estaba en manos de
los alemanes. Ahí nos pusieron en los
trenes y fuimos a Austria, en la frontera con Italia. Mi mamá estuvo trabajando
en el bosque, talando árboles. Arriba de las montañas, las nubes pasaban por
abajo. Parábamos en campamentos de refugiados. Éramos los parias. Nos hacían
desnudar y hacer fila para bañarnos, y cuando nos enjabonábamos nos cortaban el
agua. Así se divertían un poco los alemanes- Carcajada.
-¿Y vos cómo te sentías?
Se hace un silencio. Juta mira el
vacío, o quizás el pasado. De sentimientos no habla, sólo de hechos.
-¿Y cómo me voy a sentir? No era
Disney, pero ¿de qué servía que dijera cómo me sentía? No ayudaba.
Juta fue al colegio en Salzburgo, Austria. En 1948, más de cuatro años
después de haber dejado su hogar, su mamá consiguió Visas para que los tres
pudieran ir a América, sin saber dónde podrían llegar a caer. El 15 de febrero
de 1949, finalmente llegaron a destino.
-Íbamos en barco por todos los
países a ver dónde nos dejaban bajar. Y bajamos en Argentina. Estuvimos quince días en el hotel de inmigrantes.
–Explica Juta.
El hotel de Inmigrantes, en barrio Porteño de Retiro, era de paso
obligatorio para todos los inmigrantes de la época en la Argentina peronista.
Ahora, está convertido en el Museo del Inmigrante y se puede visitar toda la
semana.
-Era como una Vivienda
comunitaria. Como cien personas viviendo en una habitación. Y después venían
patrones a buscar trabajadores, y emplearon a mi mamá para que trabaje en una
pensión italiana. Yo vaciaba a la mañana las escupideras de los hombres, donde
hacían pis a la noche. Un matrimonio polaco me dijo que yo no podía seguir ahí,
que ese no era lugar para mí, y me llevaron a cuidar sus hijos.
Juta cuidó chicos, ayudó a su mamá con la costura, trabajó en Philips. Rindió
los exámenes libres de la primaria, hizo cursos de contabilidad y de
enfermería, trabajó en una fábrica de cubiertos, y en 1962 se casó con Otto, un
estoniano que conoció por conocidos de conocidos. Hizo un curso de apicultura,
tuvo abejas, vendió miel. Tuvo dos hijos argentinos, cinco nietos argentinos.
Amigos argentinos. Amigos estonianos que murieron, otros que volvieron.
-Me siento más argentina porque
estuve viviendo más tiempo acá. Pero se dice que un estoniano es como un árbol.
Está en la tierra, firme, con las raíces.