Solos, devastados por la Segunda Guerra Mundial, cruzaron el mundo para
empezar de nuevo. A miles de kilómetros de su hogar, supieron recrear comunidades en donde las costumbres del Viejo Continente siguen
intactas.
Por Agustina Pose
Con previo aviso del chofer del
174, me bajé del colectivo. Ahí, en Camino de Cintura, me estaba esperando. Belén, mi amiga, la que me introdujo en esta
historia. Caminamos dos cuadras para adentro, a un barrio de casas bajas y calles
tranquilas. Nada hacía pensar que estábamos entrando en la pequeña Eslovenia de
San Justo.
- “Yo todas las noches sueño con estar
allá”.
Francisca Tekavec es bajita y los
años la hicieron encorvarse un poco. Esos mismos años, 91, también la llenaron
de arrugas, de sabiduría, y de una mirada contenta que transmite calidez. El
pelo blanco acompaña el paso del tiempo que se marca en su cuerpo chiquito y
frágil pero de una entereza enorme. Con ojos vidriosos, me confiesa esa verdad.
- A mí me gusta contar, yo quiero
que sepan –dice tranquila mientras sostiene mis manos entre las suyas.
Se sienta en una esquina de la
mesa alargada del comedor. En las paredes cuelgan cuadros con fotos de
distintas épocas. Dos de esos cuadros grandes son de una casa de campo.
- Era esa mi casa. Sigue estando.
Cuando volví a visitar estaba destruida, quemada. La mesa estaba como siempre –
dice y mira hacia arriba, como tratando de recordar más, con ojos tristes.
Francisca tiene un encanto
particular. Arrastra las “h” cuando habla, piensa en esloveno y dice en
español. De tanto en tanto, mira a su nieta o a su nuera para que la ayuden a
terminar la frase.
- ¿Cómo se dice…? – se la escucha
decir de a ratos. Y sigue.
En esa casa todos entienden el
esloveno a la perfección. En ese barrio todos lo hablan. En la iglesia de San
Justo las misas de los domingos a la mañana son en esloveno. Al principio
fueron 15 las familias que se establecieron
ahí, eran todos vecinos. Se veían todos los días por el barrio y los
sábados se juntaban en el club que armaron para estudiar, hacer deporte, socializar
y para aprender las costumbres. Hoy, la tercera generación de eslovenos en
Argentina es tan eslovena como los inmigrantes mismos.
* * *
“NasDom” significa Nuestro Hogar y es el nombre del club esloveno
de San Justo. Está en pleno centro, sobre la calle Yrigoyen, en un lugar por
donde pasa todo el mundo pero sólo unos cuantos reparan en él. El club siempre
estuvo ahí, desde su inauguración el 13 de octubre de 1956. En casi 60 años
albergó a familias enteras, cada vez más numerosas, y se convirtió en el pilar
de las costumbres de aquel lejano país, ubicado en el centro de Europa.
- Los sábados a la mañana hay
escuela – cuenta Martha con naturalidad.
Martha Jamec es la nuera de
Francisca. Viven juntas con el resto de la familia en la casa que alguna vez
fue de Francisca, su marido y sus hijos.
La escuela eslovena no es como
una escuela común. Enseñan historia, geografía, lengua, catequesis, música pero
de Eslovenia. Allí es como entrar a un mundo chiquito en donde el único idioma
que se habla es el propio. El castellano queda puertas afuera.
Belén, mi amiga, la nieta de
Francisca, se levantó temprano todos los sábados de su infancia para seguir
yendo al colegio. Durante ocho años aprendió del país y la cultura de sus
antepasados como si fuera la de su lugar de origen. Creció conociendo a lo
lejos ese pedacito de tierra que queda del otro lado del mundo, pegado a una
punta de Italia, pero que se siente propio.
- No enseñan como acá – explica
Francisca – Los maestros acá no cobran nada. No quieren que se olviden las
cosas de allá.
* * *
- Nací el 29 de “ditciembre” del
23.
La memoria de Francisca es
sorprendente. Con lujo de detalles describe su casa, su campo y Clada, el
pueblito donde nació. En su familia eran siete. Algunos nacidos en el
“austrohungarian”, como ella llama al Imperio Austro-Húngaro, luego Estonia,
más tarde Argentina.
- Vine el 24 de Enerro del 49 –
otra fecha que se acuerda a la perfección – en un barco, el Black.
Fue después de que tuvieron que huir
a Austria, en donde permanecieron en campos de refugiados durante casi 4
años. Al principio, dormían en la
tierra, todos juntos. Con ojos tristes recuerda una anécdota particular.
- Un día me agarró una lluvia y
estaba empapada con mis ropas, mis trapos. Cerca del lugar había un… ¿cómo se
dice?
- Lago.
- Lago. Dejamos secar la ropa en
el prado y nos lavamos en el lago. Pero era muy peligroso porque si te
agarraban te llevaban de vuelta a Eslovenia y te mataban.
Francisca se vuelve frágil cada
vez que habla sobre aquel tiempo. En su memoria se ven claras las imágenes de
las matanzas atroces, del hambre, del frío. De cómo los hicieron irse de sus
casas y les sacaron todo, de los vecinos asesinándose entre ellos. La única vez
que volvió a Eslovenia, hace ya veinte años, las fosas comunes seguían estando
y todavía olía a muerte.
Se inclina sobre la mesa y hace
esfuerzo por recordar más. Mira hacia arriba. “La guerra… ¿los chicos qué culpa
tenían?”
* * *
Venir a Buenos Aires no fue una decisión
difícil. Ya no podían volver a su Eslovenia natal y su camino se dividía en dos
opciones: Canadá o Argentina.
En Canadá admitían sólo a las
personas jóvenes que estuvieran sanas y, considerando las heridas de guerra,
para muchos refugiados esa no era una posibilidad viable. Siempre pensando en
mantener a la familia unida, se embarcaron con muchas otras familias eslovenas
hasta el otro hemisferio.
El Hotel de Inmigrantes (“inmigrant
hotel“, como todavía lo llama Francisca) los recibió con las puertas abiertas.
Francisca viajó durante meses con su madre, su padre,sus seis hermanos y
cientos de personas más. Algunos conocidos, como quien años más tarde sería su
marido, y muchos otros se encontraron en esta ruidosa ciudad buscando trabajo y
casa.
Durante su estadía en el famoso
hotel les hicieron los documentos y así fueron empezando a mezclarse con la
cultura local. San Justo, Ramos Mejía, Morón, San Martín, Carapachay, Lanús,
Berazategui y Capital son los centros más grandes en donde se fueron estableciendo
como comunidades.
Con los ahorros de lo trabajado,
la familia de Francisca compró un terreno en San Justo, “a dos cuadras de acá”,
y en poco tiempo se fue llenando de otros eslovenos. Era así: primero se
instalaban unos y, enseguida, otros grupos compraban los terrenos vecinos. Así
se fueron armando comunidades de inmigrantes que vivían en dos, tres o más
manzanas de cada barrio, y que todavía siguen allí.
- Inclusive entre todos los
vecinos ponían plata y así compraron un terreno e hicieron un club social que es
de los eslovenos propiamente – cuenta Martha.
El club. Ese núcleo que unifica a
todos los inmigrantes y descendientes de inmigrantes de la zona. En cada
localidad hay uno. Igual de escondidos y visibles a la vez. Para ser un club,
es grande, en eso coinciden todos. Planta baja, dos pisos y un subsuelo, todo
parece nuevo. Un patio enorme para deportes, recreación y actos; un teatro, un
salón de eventos, un bar y muchas aulas. Todo destinado a mantener a la pequeña
Eslovenia intacta.
Además de la escuela de la
comunidad, las actividades van desde deportes
y torneos entre clubes eslovenos de otras zonas, hasta coro, teatro y
talleres de recreación para jóvenes y adultos. También celebran fiestas típicas
o festejan las tradicionales pascuas o la navidad, a la manera en la que lo
hacían en su país de origen.
En todo se nota el esfuerzo por
resguardar esos recuerdos intactos. Es como si la pequeña Eslovenia entrara en
esos souvenirs de bolitas de vidrio que se agitan, pero adentro todo se mantiene
en pie.
* * *
Entrar al club es abrir las
puertas a un universo escondido que hace más de medio siglo que está en pie. Es
la base de sus relaciones con otras familias, es el principio de su vida en
sociedad. Nacen y crecen con una doble nacionalidad cultural que convive cada
vez con mayor facilidad, a medida que avanzan las generaciones.
- Yo digo sí, me gusta vivir acá.
Pero extraño mucho allá – dice nostálgica Francisca –Yo le estaba diciendo a mi
hijos, a veces, que si pueden nunca se cambien del lugar donde naciste. Quedate
ahí. Dicen que está lindo en otro lado pero donde creciste es más lindo
siempre, para todos.
Con ojos vidriosos me mira y veo
pasar un montón de recuerdos por delante de ellos. Quiere contar todo con
detalles. Quiere que sepan que un 24 de enero de 1949 (las fechas no se las va
a olvidar nunca, dice ella) ancló un barco en Buenos Aires con cientos de
inmigrantes. A pesar de haber dejado su casa del otro lado del océano, supo
reconstruirla y armar un club, un hogar.
Nas Dom. Nuestro hogar.